LOS TRES PUENTES Y EL RÍO

En el correr de su curso reflejan las aguas del Miño las arquitecturas de varios puentes ilustres: el de Lugo, con traza castrense de paso sobre un foso; el de Belesar, hundido en peregrino cañón, en el que la égloga de los viñedos y de los castañares se sobrepone a la tragedia de los negros y atormentados peñascos del fondo; el de Tuy, que, pese a su estirada corrección, no llega a tener empaque diplomático, porque sus dos cabezas son hermanas. Pero ni en Lugo ni en Tuy ni en parte ninguna reflejan las aguas del Miño, como en nuestro Orense, tres puentes juntos, cada uno con su carácter, con su estilo y con su fisonomía peculiar.
El primero, el viejo, el que campea en el escudo y suena en el verso, es romano en sus fundamentos, gótico y episcopal en sus arcos y muy siglo XIX en las reformas de sus pretiles y sus apartaderos. El segundo, el nuevo, nacido del abrazo de paz de tres diputados hartos ya de pelearse y de repartir credenciales, evoca los tiempos de la lejana política de la restauración y trae a la memoria las desmesuradas pretensiones de la arquitectura del hierro, que iba a revolucionar el mundo, que no revolucionó nada y cuyo tiempo ya pasó.

El tercero, el del ferrocarril, que está para completar el esqueleto de sus arcos, esqueleto que ha de ser recubierto con carne de hormigón, es el representante de los tiempos de ahora, de masas compactas, de colores grises, de elementos indiferenciados y sin acuse.

El primer y el último fueron tendidos para dar paso a un camino, ya sea una antigua vía romana, ya una vía del ferrocarril; son obras itinerarias que casi no tienen que ver con la ciudad, a la que, si acaso, se dignan tan sólo proteger altivamente. El segundo, en cambio, fue concebido y realizado como un trabajo puramente urbano, con el designio doméstico de unir dos porciones del caserío separadas por el Miño, y de favorecer el acercamiento de los almacenes de los mercaderes al nido, trepidante y lleno de silbidos, de los vagones y las locomotoras.
Ni este puente, ni el que ahora empieza a nacer, tienen historia; pero el otro, el viejo, pese a sus muchos años, si la tiene, poco se sabe de ella. No está ilustrado por ninguna batalla, como los del Garigliano, ni por un hecho caballeresco, como del Orbigo, ni siquiera por el asesinato de un personaje encumbrado, como el de Monterau. Tan sólo unos incidentes, sin demasiada importancia, se las luchas comunales se localizan en él, y ni las mismas lanzas de los guerreros del duque de Lancaster llegaron a perturban seriamente su honrada paz. Es, sin duda, un buen puente por el que pasaron más labriegos que soldados, más carromatos que máquinas de destrucción y más municiones de boca que municiones de guerra; y quizás por ser bueno es bello, con una belleza solemne, majestuosa y atrevida, como la de la estatua de Bartolomeo Colleone. Por eso los otros dos puentes, más vulgares y menos hermosos, se aproximaron el uno al otro hasta casi juntarse, para mirar envidiosos y murmurar en voz baja de su vetusto hermano.

Y el río allá en el fondo mira para los tres puentes, el río siempre igual y siempre distinto, imagen del fluyente devenir, fuego de Heráclito trasmutado en agua. Allí está entretenido al parecer en juegos infantiles, en arrancar piedras de un lado para ponerlas en otro después de redondearlas y de pulirlas, en arrastrar tierra y en fabricar arena. Los puentes se yerguen orgullosos y parece que lo dominan; pero él hace poco caso de estas altiveces, porque es más viejo que los altivos, casi tan viejo como el mundo y porque sabe más, mucho más. Sabe que en otro tiempo, no recuerda ya cuándo, sus orillas estaban separadas por dos kilómetros de agua, sabe que las arcillas y los cantos rodados que se ven a la altura del parque de San Lázaro y por encima del castro de Oira, salieron de sus manos, y no ignora que desde Montealegre bajaba entonces, para juntarse con él, un torrente que dejó señales de su paso en las peñas cercanas a la cruz que se alza en la cima. Y piensa que cualquier días las aguas volverán a caer desatadas como ya cayeron otras veces y que su cuerpo volverá a crecer, alimentado con el caudal de cien nuevos ríos y entonces ya no desembocará en la relativa amplitud de nuestro valle el agua mansa de un río paternal, sino un inmenso y rugidor torrente que llevará en la relativa amplitud de nuestro valle el agua mansa de antes, que no son más que obra de los hombres, es decir, debilidad de paja ante un Miño al que la mano de Dios devolvió la juventud.

(Articulo publicado en La Región en los años 60 y recopilado en el libro
'Cosas de Ourense' - 1969-)

Te puede interesar