Opinión

Escapadas en el Villalón

En la calle del Progreso, entre la Alameda del Crucero y la del Concejo –entonces se llamaban así y no había cristiano que se atreviese as decir d’O Cruceiro e d’O Concello- se sucedían varias administraciones de autobuses de línea. Al pie mismo de la primera, justo en la esquina que hacía confluir la acera de la calle con las escaleras que bajaban de aquella, estaba el garaje de la Empresa Suárez dueña de unos imponentes autobuses marca Leyland y Man Diesel. Siguiendo Progreso arriba, camino de la diputación, estaba la del Auto Industrial, también llamado el Perille, en la confluencia de esta con la de Ervedelo según ya se recordó aquí hace unos días.

Después de la gasolinera de Pérez Rumbao, estaba la de autobuses Pereira y ya enfrente de la Diputación, haciendo esquina con la calle de Reza, estaba la del Villalón y la de los Americanos. Como se ve, las estaciones de autobuses hacían la esquina todas ellas. Pero debo advertir que todas ellas eran casas bien organizadas.

Yo solía frecuentar bastante la del Auto Industrial a recoger paquetes de pescado o de marisco que a veces eran enviados por mis padres y también la del Villalón, que era la que me llevaba a Allariz cada vez que me entraba la melancolía, algo que me sucede desde pequeño, y necesitaba oler la casa alaricana de mi abuelo. Procuraba que me diesen pronto la comida en casa de mi abuela y que me autorizasen a salir a jugar en la alameda del Cruceiro, justo enfrente, sin más que cruzar la calle.

Cuando lo conseguía abandonaba el portal a todo correr, camino del Villalón. Si llegaba a tiempo, me subía al autobús, me sentaba en donde podía o me subía a la baca en la que había unos bancos en su parte delantera dispuestos para ser ocupados por los viajeros más osados, yo entre ellos. Nadie me pidió nunca un billete y apañado hubiese ido en caso de que me fuese requerido.

Al llegar a Allariz, descendía del autobús y me iba directamente a casa de mi abuelo. Nada más llegar y sin mayores comentarios me ofrecían la merienda: una rebanada de pan centeno recubierta de nata con azúcar. Jugaba con mis primos sin salir de la huerta de casa, procurando ni acercarme por casa de las hermanas de mi abuela y, llegada la hora prudente, me ausentaba camino de la Palentina, en donde estaba la parada del Villalón.

Al menos en un par de ocasiones llegué tarde y perdí el coche de línea. En las dos busqué a Juan Villalón, el dueño de la empresa, para confesarle, contrito y lloroso, lo que me había pasado. Juan, cuya memoria bendigo, era hombre parco en palabras y aspavientos. Se limitaba a decirle a alguien que mandase venir un autobús “pró neto de Don Luís” y allí me tienen ustedes, subido a un autobús de línea, fletado en exclusiva para mí, camino de Ourense de modo que la carretera, la tarde y no el autobús pero sí la ufanía y la satisfacción más plenas eran mías.

Al entrar en Ourense brotaban los remordimientos y el miedo pánico a que el conductor me llevase hasta el portal de la casa de abuela, tal como le había sido encomendado. Temía ser descubierto. Pero siempre pasaron desapercibidas mis escapadas de niño. Hoy dudo que nadie cayese en la cuenta de mis ausencias. Lo pensé hoy, a la vista de los candidatos a las alcaldías y de las no tan distintas formas de ser proclamados que los separan de los de entonces, aquellos del tercio sindical, municipal y familiar, si lo recuerdo bien. Ahora mismo les cuento cómo llegó a ser alcalde de Allariz alguien del que no daré el nombre por muy bien que lo tenga guardado en mi memoria.

Un cuñado de mi madre, entonces delegado provincial del Frente de Juventudes, me preguntó si quería ir con él hasta Allariz pues tenía unos asuntos que resolver allí. Excuso decir que acepté encantado. Subí al coche, una furgoneta gris, y guardé silencio durante todo el viaje entretenido que iba en contemplar el paisaje y en escuchar los comentarios que hacían aquellos significados jerarcas del Movimiento Nacional.

Llegados a Allariz salí disparado hacia casa de mi abuelo y este, quizá sorprendido por la hora de llegada, me preguntó cómo había ido en aquella ocasión. Se lo comenté y mi explicación fue quizá demasiado prolija porque me abuelo abandonó precipitadamente la consulta después de calzarse el sombrero y armarse con el bastón que ahora conservo yo como una joya.

Al regreso me cayó la del pulpo, como se dice ahora. El cuñado de mi madre, mi tío Daniel, para más datos, me reprochó mi falta de discreción, me amenazó con no llevarme nunca más con él y me conminó al mayor silencio con todo cuanto le oyese hablar de allí en adelante. Iba muy irritado. Habían ido con la sana intención de dejar nombrado un alcalde y regresaban con otro que mi abuelo les había colado; ellos, en dónde estén, podrán recordar cómo.

Entonces el sistema de nombramiento digital era mucho más sencillo que ahora por más que de vez en cuando se produjesen desajustes en el procedimiento. Ignoro a quién mi inocente actuación habrá privado de fungir como alcalde de la villa en la que nací, pero sé muy bien a quién favorecí sin saberlo. Mi abuelo se cuidó muy bien de hacérmelo saber. Mi abuelo era hombre de derechas, muy devoto y muy de orden, pero muy poco franquista. Con un rojo en la familia, mi padre, ya era bastante.

Nunca me arrepentí de mi actuación. A mi tío político lo quise mucho, es verdad, pero no pude olvidar nunca que, cuando me llevaba con él hasta su delegación, siempre era preguntado del mismo modo que describo: ¿Y este qué es, hijo tuyo? Le preguntaban para que él respondiese “No, es mi sobrino”. Entonces preguntaban: ¿Y de quién es hijo? A lo que él respondía “Es hijo de Conde Vés”, a lo que satisfechos por lo que acaban de oír concluían. “¡Ah, este es el hijo del rojo!, por eso nunca me arrepentí de haber propiciado que fuese alcalde alguien que no era enteramente de Falange.

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