Opinión

Un país con pie de soldado

Llegaron las nieves, lo hicieron recién iniciado el año. Llegaron acompañadas de las lampreas descendientes de las que antes, con las frías lluvias de enero, subían por el Miño hasta alcanzar lugares que hoy, de ser citados, provocarían la sonrisa escéptica de más de uno; o de dos, quién sabe.

La primera vez que vi una lamprea fue en el fregadero de la casa de mi abuela, de la que tan a menudo hablo en esta especie de diálogos dominicales que mantengo con ustedes. No me disgustó comerla, mi abuela hacía algunas cosas bien. Cocinar una de ellas. No solo las lampreas subían por el Miño, también lo hacían las anguilas y los anguiachos, es decir, aquellas anguilas enormes, gordas como puños de morenas vírgenes adolescentes, que la susodicha guisaba con guisantes; casi como en los puertos de mar guisan los múgeles de altura. No los de costa pues estos no sólo saben a cieno; saben también a alcantarilla y no se hacen apetecer por nadie. Hubo tantas anguilas que, en la desembocadura del Lérez, si las pescabas con una línea poblada de robadores, te podían venir una docena de ellas en una sola tirada. No sé si todas las que se comen en Untes, o en Allariz, quizá en más sitios, vienen del Miño o de dónde vienen, tan viajeras son las anguilas. ¿Y las lampreas, de dónde vienen las lampreas y las nieves?

La primera vez que vi la nieve no fue en Ourense, como algunos habrán supuesto. En Ourense era la niebla la reina del invierno. La nieve la vi en Pontevedra, cubriendo las playas como nadie hubiera sospechado. Sí, en Pontevedra, en donde llegada la estación del frío quien reinaba era la lluvia. No se lo creerán ustedes, pero así fue.

La última vez que la pisé tampoco fue en Ourense, sino en Hardfort, capital del estado de Connecticut, durante un tiempo que pasé en su Trinity College hablándole a los rapaces de las cosas que han constituido la obsesión que lleva gobernando toda mi vida. Entonces aún vivía allí Katherine Hepburn, aquella actriz que no era nada cálida y sin embargo incendiaba arrebatadas pasiones que más de uno acertó a ahogar en vino.

No me gusta la nieve, me aburren las tonterías que se dicen a propósito del manto blanco y de otras lindezas llenas de arbolitos que no tienen por que ser de navidad precisamente. Cada vez que se habla de ella, de la dama que se viste con el manto del que hablamos, se suele hacer para persuadirnos de que su llegada antecede a la de los bienes que nos ha de traer el año, y, cada vez que eso sucede, más aun cuando es bisiesto, a mi me da por recordar el Trópico. Su recuerdo viene envueltos con todos los tópicos opuestos a los que se aplican a la nieve.

La primera vez que percibí la sensación de un cambio, pero no porque un dictador se estuviese muriendo en la cama, sino porque una parte importante de una sociedad se había puesto en marcha y lo reclamaba fue en el trópico. No sucedió en San Juan de Puerto Rico, hace casi medio siglo, cuando llegué y presencié una manifestación independentista, la primera que vi en mi vida. En donde sentí que podían ser ciertos todos los tópicos no fue ni siquiera fue en Cuba, sino que sucedió años más tarde, en Venezuela, en ese país que es el perro de presa de si mismo. Su recuerdo volvió a mí a cuenta de la nieve que ha estado cayendo en estos días; ya saben, haciendo cierta la teoría de contrarios. ¿Se lo cuento?

Una de las últimas visitas a ese compendio de riquezas malgastadas que es el país venezolano se produjo en las semanas anteriores a las elecciones que elevarían al poder al malogrado Hugo Chávez. Recuerdo la conversación mantenida entonces con Juan Antonio Iglesias, escritor en Venezuela natural de Celanova, autor de “Andariego”, la novela de un perro caminante. Sucedió según íbamos en coche hacia su casa, cercana a aquella en la que Carlos Andrés Pérez, el ex presidente, purgaba sus días de reclusión domiciliaria.

Los dos estuvimos de acuerdo en que Chávez no era un producto nacido por generación espontánea, sino consecuencia de la actividad política en la que, tanto la izquierda como la derecha, se habían aplicado durante demasiados años y que, por ser benévolo, resumiré sintetizando lo que le oí decir a Carlos Andrés Pérez, almorzando una vez con él en Miraflores, la residencia presidencial; según él, un político en el poder está poco menos que en la obligación moral de enriquecerse para que, cuando delegue el ejercicio del gobierno de su país, pueda seguir defendiendo sus ideas con el producto de la riqueza acumulada.

El razonamiento aún no lo he oído por aquí, pero la actividad derivada de tamaña aportación ideológica sí da la impresión de que se ha venido practicando en grado extremo. Chávez, como ahora otros, no surgió por un acto voluntarista, ansioso por poner las cosas en su sitio, sino empujado por una realidad que lo hizo deseable.

Acabé aceptando que había que cambiar el paradigma, que fue la expresión que se me quedó grabada y que desde entonces recupero como lo hago ahora, traída de la mano de la nieve, también de la del frío y el deseo de un nuevo paradigma, de un nuevo valor de las palabras. Por eso recuerdo la pregunta que formulé aquel día: Sabéis cómo y por qué entráis en el chavismo, pero ¿sabéis como saldréis de él y cuándo? Ahora andan en ello.

A empujones de la corrupción y de los recortes aquí también se ha manifestado la necesidad de cambiar de paradigma para que el país vuelva a brillar con la misma luz que lo hizo durante pasadas décadas, de forma que han emergido opciones políticas que se presentan como capaces de lograrlo. Pero no basta con los émulos de Chávez. Es el país entero quien debe lograrlo cuando el país entero padece el llamado “pie de soldado”, esas fisuras que se producen en los huesos de los pies como consecuencia de las largas y penosas caminatas. No echemos a andar con los pies rotos. Se sabe cómo se empieza pero ni los venezolanos saben aún, a estas alturas, como se sale de tan penosas caminatas.

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