Opinión

Lo que va del telefonito a hoy

No se me ocurre peor comienzo que el de preguntare a ustedes qué es lo que podré contarles hoy que no les aburra más que lo escrito en otras oportunidades. La verdad es que no se me viene a la mente nada mejor que este dubitativo inicio; sin embargo, prosigamos.

Creo que fue el domingo pasado cuando les conté algo acerca de una mujer de mi pueblo, recuerden que soy de Allariz, que fue internada en el asilo de ancianos de la capital porque afirmaba disponer de un telefonito del tamaño de una cajetilla de cigarrillos por el que no solo podía hablar con quien quisiese sino e incluso ver a su interlocutor mientras lo hacía. Demencia senil, le diagnosticaron.

Pues bien, la gente de mi edad venimos de ese mundo. Entonces, en los alrededores de Allariz, en Penamá, pero también en los alrededores de Ourense, allá por Monterrei, es decir, ahí al lado, la gente se alumbraba por las noches con un candil de carburo o, en el mejor de los casos, con un quinqué de petróleo.

Viajábamos en autobús subidos a la baca que, a tales efectos, disponía de dos o tres filas de bancos en su parte delantera de modo que el que llegase tarde debería sentarse en el suelo y agarrase a donde pudiese hacerlo. Eso en la mayoría de los casos porque, en otros, en la empresa Los Americanos, por ejemplo, que pintaban de blanco sus autobuses, medio autobús era para las persona y otro medio, la mitad trasera, para los animales más o menos separados de sus dueños. Arriba, en la baca, podían ir mezclados bípedos implumes y parlantes con bípedos emplumados, dueños de cacareos mañaneros cuando no post partum –recuerden que las gallinas ponen huevos- cuadrúpedos ovinos que balaban o porcinos que gruñesen y enormes sacos de patatas.

Hoy, aquella misma gente, escribe en ordenador desde hace años, habla por el telefonito que vislumbró María dos Pelos –recuerden que así se llamaba la señora- intervienen en Facebook y en otros inventos medio demoníacos, se ponen el cinturón de seguridad tan pronto se suben a un automóvil, viajan en avión a grandes distancias y todo está cambiado. ¿Hasta que punto?

No era difícil que el traslado desde Pontevedra a Ourense en el coche de línea de la empresa El Auto Industial, que otros llamaban El Perille, se prolongase por un espacio de tiempo de siete o incluso de más horas empleadas en recorrer los ciento un kilómetros de distancia existentes entre una ciudad y otra, entre una pequeña ciudad y otra y también pequeña ciudad; ciento un kilómetros adornados con setecientas treinta y seis curvas que el finado de Don José Taboada y mi igualmente difunto padre tuvieron la paciencia de contar, viajando en un “600” y haciendo una rayita en un papel, una por una, a cada curva superada. ¿Por qué tanto tiempo? Pues porque se paraba en cada pequeña aldea a dejar en ella un saco o dos llenos de pulpos de la ría, se descansaba en Soutelo dos Montes no menos de media hora, otro tanto en el Carballiño, y quizá un poco menos llegados a Maside. No era para menos, el autobús solía oler a mil demonios, la gente se mareaba y además subía las cuestas renqueando y las bajaba frenando a cada paso como si tuviese miedo. Eso era antes. Hoy en siete horas llegas a Caracas y en menos a Nueva York, en cinco estás en Moscú y en veintiséis en las Antípodas. Mientras que ayer en Allariz se leía La Región al día siguiente de su publicación y mientras que en Ourense para hablar por teléfono tenías que hacer girar, previamente, una manivela que hacía sonar un timbre en la central, desde la que te conectarían con el número solicitado, hoy lees las noticias en Internet, poco menos que cuando están sucediendo, y hablas por teléfono desde cualquier sitio del planeta mundo.

Y es que el mundo era entonces otro. Lo más próximo al pan de molde actual y a otros inventos similares era el llamado Pan Bombón, creo recordar que de Panadería Chaparro si no es que Chaparro fuese el nombre de un chocolate, que lo era, con el que en casa de mi difunta abuela, Dios la tenga de su mano, hacían un chocolate espeso del que lo único que me gustaba era el agua en el que se disolvía el sobrante dentro de la chocolatera; de una chocolatera que yo conservo junto con otros trastos igual de poco útiles en los días que vivimos.

Soy consciente de que estas evocaciones de un pasado que ya no ha de volver nos han de enternecer a los más viejos de la tribu. Pero también sé que no debieran de dejar indiferentes a los miembros más jóvenes de ella porque, mutatis mutandis, ellos viene haciendo lo mismo que hacíamos nosotros y bueno será que vayan aprendiendo las lecciones pertinentes para cuando, sin apenas haberse dado cuenta, los sorprenda hallarse en una edad tan provecta como esta en la que nosotros nos hallamos. La vida es un breve soplo, si me dejan que lo diga.

Sucedió siempre, lo fue siempre, y lo es ahora, cuando los jóvenes y no tan jóvenes, cuelgan las fotos de sus fiestas en Facebook o en Instagram, al lado de las de las bodas de sus hijas, de las del bautizo de sus criaturas y de las cualquier otra efeméride que se les ocurra para llamarse guapos y hacer crecer así y de modo exponencial la necesaria autoestima, mientras se envían abrazos y saludos, se lisonjean y proclaman y dejan que el mundo siga girando del mismo modo que lleva haciéndolo desde hace ya bastante rato..

Entonces, esas mismas fotografías, se colocaban en Foto Villar, en la calle del Paseo, o en la del Cardenal Quiroga en Schreck o cómo se escribiese el tal apellido enrevesado que nunca supe como pronunciar en su debida forma. Entonces, en la feria del 15 en Allariz, los ciegos cantaban coplas y romances, describían crímenes espantosos, cometidos en Lugo o en Ponferrada y ahora vemos Tele 5 o la Sexta que al fin y al cabo vienen sido casi lo mismo o parecido.

El mundo cambia; sí; pero el que no cambia es el ser humano. Los jóvenes son como nosotros fuimos y, si el mundo no revienta antes, serán como nosotros ahora somos. Irán asumiendo los cambios que, como nosotros hicimos, sean capaces de aportar al progreso de la doliente humanidad y adaptándose a ellos, pero sus corazones estarán igual de desamparados que los nuestros.

¿Qué hacer entonces? No se me ocurre otra cosa más que la de tomar las cosas con calma. Conde Corbal, el pintor, hermano de Conde Corbal, el médico, interprete genial con sus dibujos de la Galicia de entonces y de las miradas de Vicente Risco o de Valle-Inclán cuando estos las posaban sobre ellas, Conde Corbal, Don Xosé, solía aconsejar, verlas venir, dejarlas pasar e si acaso y se puede ver de pararlas a tiempo. Pues ya saben que hacer los más Jóvenes. A los más viejos ya no nos queda otro remedio.

Te puede interesar