Opinión

Desagravios

Will Smith ha salido de guantázamo, el autoencierro de máxima severidad provocado por la bofetada que le propinó a Chris Rock en los Óscar. Lo ha hecho para volver a ofrecer sus disculpas al humorista, a la familia del humorista, a la madre del humorista… Solo le ha faltado excusarse con la pelusa de su mejilla. Smith, que ha pasado de príncipe de Bel Air a príncipe de las galletas, ya había pedido perdón tras la ceremonia. Como no convenció, una lo imagina tratando de encontrar una fórmula entre la disculpa a regañadientes y la disculpa sincera, a lo Larry David en Curb your enthusiasm: “¿Puedo disculparme por la disculpa?”.

Anotó Ruano en su Diario íntimo que no le gustaban los agravios, pero menos aún los desagravios. El paseo de la vergüenza de Will Smith es todavía más bochornoso que el sopapo que lo causó, porque brota de la presión inquisidora y del miedo al ostracismo. Condenarlo a vivir en una reparación eterna es una sanción desmesurada, como cuando una locutora de continuidad de TVE fue apartada por confundir la abreviatura avda. con vda. y leer: “viuda del Generalísimo”. 

Si todo fuera admirable en quienes admiramos, admirar no tendría mérito alguno. Pero hoy se embarulla la calidad profesional con la personal y se afana el público en buscar referentes éticos donde, como mucho, se encuentran modelos estéticos. La sospecha de colaboracionismo de Ruano no debería impedir reverenciar su prosa. Y sería absurdo demonizar La hora de Bill Cosby por los delitos sexuales del actor; en todo caso por sus jerséis. No ser capaz de desligar la obra de la persona es una forma de incultura. 

En nuestros días, la afrenta tiene más que ver con la predisposición a ofenderse que con el ánimo de ofender, porque no se es nadie si no se declara uno víctima de algo. Y hay gente tan frívola que todo se le antoja grave. La explotación de este victimismo, la banalización de la indignación, es un negocio que se rentabiliza en redes sociales, programas televisivos y electorales. Como consecuencia, cada poco tiempo sale alguien pidiendo perdón y parece que vivamos en un karaoke de Camilo Sesto. Sin embargo, la sensibilidad compasiva es desigual. Choca que aquellos tan delicados como para sulfurarse por el beso no consensuado de Blancanieves o el “racista” vestido de chocolate de los Conguitos no entiendan que se pueda perder las formas si se incordia a un ser querido. Menos mal que nos quedan los versos de Luis Rosales para explicarlo: “... jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería”.

Antes los desagravios eran más divertidos, como cuando Valle-Inclán llamó “pedazo de bruto” a un contertulio y este le apremió a retirar sus palabras:

-Retiro lo de pedazo.

Will Smith ha retirado la bofetada, aunque parece que solo sirve si se retira a sí mismo. Cierto que los ejercicios de autocrítica son los que más adelgazan, pero tampoco es cuestión de desaparecer. Sus excusas van camino de ofender a Chris Rock, quien no quiere ceder su trono de víctima que dice no serlo, mas actúa como tal, ni resolver un conflicto que ha disparado las entradas de su espectáculo. A veces el desagravio está ya en el propio agravio. Por eso Voltaire rezaba siempre esta oración: “Dios mío, que nuestros enemigos sean muy ridículos”. Dios lo escuchó y, siglos después, nació en España el Ministerio de Igualdad. 

Maximino.

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