Opinión

Jugar a lo trivial

Ahora que ya no huimos del prójimo como jovencitas ligeras de ropa perseguidas por Benny Hill, ahora que ya no salimos a la calle igual que aquel personaje que andaba por Cuenca dentro de una armadura, ahora que ya nadie se hace responsable de sus tactos y han vuelto las palmadas en la espalda y esa manera de agarrar del brazo que tienen algunas personas mientras hablan, como si sospecharan que su interlocutor quiere escapar, resurge también la charla trivial y ese vagón de viaje a lugares comunes que es el ascensor. Con la llegada del coronavirus se perdió la gentileza del “¿qué tal?”, no fuera a ser que nos contaran la cruda verdad. Porque, por superficial que sea, el diálogo banal conlleva sus riesgos: “¿Cómo andáis hoy?”, preguntó la duquesa de Devonshire, cuya vista estaba mermada, a Lord Byron, que era cojo. “Ando como veis vos: mal”. 

Los medios vuelven a dar la isobara y se encuentra cierto alivio en que así sea: hablar del tiempo es lo más cerca que estamos de la normalidad. Hasta alegra el retorno de esos esforzados reporteros bajo el hachazo del sol, a quienes hemos de agradecer que nos descubran que hay que ir por la sombra y beber agua para combatir el calor, o de lo contrario saldríamos a la solanera del mediodía con un chocolate hirviendo entre las manos. La banalidad se nos aparece como una tregua necesaria en esta época en que todo se trascendentaliza y reclama su importancia; lo ordinario nos refugia de esa tormenta de hechos extraordinarios en la que cualquier día la OMS nos preguntará lo que Ozores: “¿Ha oído usted hablar de la polimorfondulitis?”.

JORGE PEREIRA.
JORGE PEREIRA.

Para Pla, la fórmula más agradable de la convivencia humana era la relación banal: “Es positiva y relajante, contribuye a mantenerse en aquel punto de confusión mental que es indispensable para tener buena salud e ir tirando en la vida”. Puede que en la charla insustancial no haya instinto de conversación, pero sí hay instinto de conservación. El parloteo trivial nos previene, por ejemplo, del diálogo tribal. La cháchara intrascendente es una hamaca donde descansar de la gravedad de la vida, un modo de olvidarse de las angustias personales a base de querer disimularlas para los demás, una solución de cortesía que evita la profundización indiscreta. Saludar, hablar del tiempo, de los vecinos, de cómo está el servicio… de autobús, de lo bien que se están dando los geranios, pugnando en sus tiestos por ser primeras bailarinas. Hay que reponerse de ligereza, como necesitó Camba tras su paso por Alemania, donde notó síntomas de ir adquiriendo un criterio científico para todas las cosas.

En Manhattan, Diane Keaton le pregunta a Woody Allen cuántos satélites de Saturno es capaz de nombrar. Y Allen responde: “Ninguno; por suerte, no suelen ser tema de conversación”. Jugar a lo trivial no planteará grandes interrogantes, pero nos librará de pretender conocer todas las respuestas, que es otra forma de superficialidad. De charlas sin importancia con quienes nos importan están hechas las vivencias memorables, de conversaciones plácidas como un cielo de verano. Cuando llegue el momento de recordar los buenos tiempos, esos tiempos que no se saben buenos hasta que son pasado, reviviré cómo hablábamos del pelo mis hermanas, mi madre y yo, aconsejándonos o desaconsejándonos el corte con el mismo apasionamiento que si estuviera en juego la fuerza de todas las cabezas del mundo. Porque, en realidad, nada importa más que lo trivial.

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