Opinión

Las piedras del casco histórico

En el recorrido de casa al garaje y del garaje a casa  por el llamado “casco histórico”, y en ese diario ir y venir, voy pisando las piedras centenarias de nuestro Ourense. Piedras labradas por nuestros grandes canteros venidas, creo yo, de los montes de Trasalva. Piedras muy bien asentadas, pensadas para soportar la carga y el peso del carro de bueyes y que hoy sea el de los camiones y furgonetas de reparto de mercancías para los establecimientos hosteleros de esta parte de la ciudad. Piedras de todas formas y medidas. Las hay cuadradas, alargadas, estrechas, anchas, todas bien abujardadas o picotadas a diferencia de las nuevas, las que malamente van reponiendo y de distinto color, muy lisas y  no se ve en ellas el trabajo de la maza y el “punteiro”.


El pavimento de las piedras con mayores dimensiones se encuentra entre la Fuente Nueva y la Catedral. Las viejas losas de piedra me son tan conocidas que, puedo decir, sin temor a equivocarme, que creo encontrarme ante la piedra de las más antiguas y de mayores dimensiones que forma parte del pavimento de nuestra ciudad. Mide 3 metros de largo por 48 centímetros de ancho; además, tiene el mérito de que fue cortada y asentada por canteros, pues hoy se hacen con máquinas y no son precisamente canteros los colocadores. Esta piedra se puede contemplar, ser pisada y fotografiada en los soportales de la Fuente Nueva -Plaza del Trigo-. Está asentada haciendo medianera entre la Casa de los Temes -hoy Hogar del Transeúnte- y la que fue de doña Cándida, que el bajo lo tenía dedicado a colchonería. Hoy el edificio es propiedad del Concello y allí tiene instaladas las dependencias de su Concejalía de Infraestructuras. 


Charlando ante “nuestra piedra” con mi tocayo Quique Carballo, me comentaba que en la Casa de los Temes residía el sacerdote Don Antonio Rey Soto (1879-1966), capellán de doña Angelita, Varela (1863-1956), al que  ayudaba en misa y le tenía asignada “una paga” diaria de “un duro”, cinco pesetas de la época. Todas las mañanas, el monaguillo llegaba al portalón de esta casa, daba unos golpes al llamador y desde arriba, en el techo, se abría una trampilla desde la que se dominaba todo el frente de la casa y parte de los soportales. Don Antonio le decía, “vaya a buscar al chófer”. Así lo hacía, y ambos regresaban con el coche en el que se introducía Don Antonio, así los tres se dirigían a la casa de la señora marquesa en el palacete de la calle de Santo Domingo. Mientras el sacerdote se revestía y  rezaba las oraciones previas a  la celebración de la misa, nuestro monaguillo iba al encuentro, en sus aposentos, de la señora marquesa, la que, por su edad, caminaba apoyaba en su brazo, y ambos entraban en la capilla a participar en la función religiosa. Comentándole a mi tocayo que el cura bien podía ir caminando, pues atravesando por la Catedral el recorrido no serían más de cinco minutos, pues no,  en aquella época a Don Antonio le costaba mucho caminar, estaba muy asmático. 
Otras piedras dignas de ser contempladas antes de ser pisadas, por sus  grandes dimensiones, son las que forman los tres escalones que dan entrada al “Patín” de  nuestra Catedral por la Puerta Sur. Mide cada una de largo 3,50 metros y 48 centímetros de huella.


En el “casco histórico” las calles con aceras se cuentan con los dedos de una mano. De las que sí las tienen, están en Coronel Ceano -hoy Plaza de Santa Eufemia- y debemos dar las gracias a los ediles municipales de su tiempo, que tuvieron el gran acierto de que fuesen conservadas. Llaman la atención por sus inusuales medidas y lo bien asentadas. Si algún lector paseante está interesado en contemplarlas, convendrá conmigo que debieran colocarles un letrero con la  inscripción de “Aceras Protegidas”.


Dejando el pavimento, elevamos la mirada y a nuestra altura, me tiene intrigado, la inscripción en una piedra de la pared de la Catedral, de la calle de La Unión. Débilmente cincelada, está debajo de la ventana, de las tres existentes, la del medio, que dan luz a la Sacristía de la Capilla del Santo Cristo. En ella se puede leer perfectamente y con mayor claridad, a media mañana, cuando les da el sol: “Luis Moure 19-1-1945”. Por aquel entonces yo tenía nueve años y no tengo memoria pero, cuando disponga de más tiempo, pediré indagar en el periódico La Región o en La Hoja del Lunes de aquellos días del mes de enero, por si podemos saber quién era este personaje o si hubo algún acto especial en esa plazoleta que justifique la inscripción. 

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