Opinión

Manuel Rapela, el otro cabo laureado

Batallón de cazadores de Mérida en la plaza Mayor de Ourense. Foto Pacheco 1921.
photo_camera Batallón de cazadores de Mérida en la plaza Mayor de Ourense. Foto Pacheco 1921.

Si para algunos el cabo Jordán había sido un ourensano “de paso”, el cabo Rapela lo era “de toda la vida”; y si el primero destacaba en las trágicas campañas de América, el segundo lo hacía en África. Pero, ambos, a su pesar, escribieron, con sangre, páginas brillantes en la historia del ejército. Uno y otro, fueron, sin duda, merecedores de la condecoración militar más prestigiosa: la Cruz Laureada de San Fernando.

Tanto para el presidente del Directorio, Miguel Primo de Rivera, como para el Alto Mando, el cabo Manuel Rapela Rodríguez, natural de Sobral, un pueblo perteneciente a la parroquia de Gustey, encarnó con coraje heroico, en sumo grado, los sobrenombres de los regimientos de la infantería española -“El Fiel”, “El Glorioso” y “El Leal”-. Más aún; después de sobrevivir, milagrosamente, a aquel infierno. El valor que demostró en combate, para rescatar a su compañero, solo lo hacía digno de la gloria. De ahí que, pronto, su hazaña lo colocase en el listado de los héroes que integraban la Real y Militar Orden de San Fernando. La oficialidad ávida de historias que excitasen los ánimos de la tropa, cuando ya estaba en marcha el plan para el día “D” del desembarco de Alhucemas -acción clave para pacificar el Rif-, proclamó su bizarría a los cuatro vientos.

El 14 de marzo de 1925, mandaba accidentalmente, en Larache, el batallón de Cazadores de Mérida, el comandante Jiménez Figueras. Una guarnición de la compañía a cargo del capitán Martín Mouriño se hallaba en Estingua. Era una posición constantemente acosada por el enemigo que aprovechaba los accidentes del terreno para causar el mayor número de bajas posibles. El emplazamiento de vigilancia capitaneado por el sargento José de la Torre, al mando de dos cabos y 17 soldados de segunda, estaba en continua alerta. Todavía más, después de que las cabilas dirigidas por Abd el-Krim, desde enero, intensificasen las incursiones sobre las posiciones del Protectorado Occidental.

Con todo, fue en marzo cuando el destino propició la épica. Un tercio de aquellos de militares, de repente, sobrevivían a un diluvio de balas. El cabo Rapela al mando de cinco soldados, al efectuar una descubierta, en torno a las ocho de la mañana, fue atacado entre Estigua y Buhandu. En la emboscada caía malherido uno de sus compañeros, Santiago Fernández. Al instante, viendo que el enemigo quería hacerse con su cuerpo y con su arma, arremetió, con pundonor, contra los oponentes, recibiendo una herida en el brazo izquierdo y otra en el costado. Incluso malherido, logró rescatar al maltrecho soldado, no sin recibir varios balazos más. Cuando ya no podía repeler el ataque, aparecieron en su rescate los soldados del destacamento que pusieron en fuga al enemigo.

Hazañas de este tipo engrandecían la trayectoria del histórico batallón que ya había estado destinado, en 1859, en África en la conocida como I Guerra de Marruecos; de recuerdos más gratos, por cierto, para el país. De aquella lid, España había salido fortalecida. El acuerdo de paz que alcanzaba el gobierno español con el sultán, en apenas un año, le aseguraba la soberanía sobre las plazas de Melilla, Alhucemas o Vélez, a la vez que le permitía a O’Donnell fortificar Ceuta. Ahora, transcurrido medio siglo, el batallón de Cazadores de Mérida volvía al continente africano, y la proeza protagonizada por uno de sus soldados, agrandaba su leyenda. Primero, el general de la zona, José Riquelme, se acercaba, expresamente, a Alcazarquivir -actual Ksar el Kebir-, para felicitar a los heridos y al jefe de la posición. Gratificaba a Rapela con 100 pesetas y a Santiago Fernández con 25 pts. Luego, el propio presidente del Directorio, Miguel Primo de Rivera, que se encontraba en Marruecos, quiso entrevistarse personalmente con el héroe ourensano. El miércoles 26 de marzo lo fue a visitar al Hospital militar. Y, después de ser recibido con su comitiva por el director de la clínica y por la madre superiora, se dirigió hacia el lugar en el que estaba Manuel Rapela. En el acto ordenó que fuese ascendido al grado de sargento -el Diario Oficial del Ministerio de Guerra del 4 de abril, lo confirmaba-. Entretanto, el Alto Mando ya tramitaba la instancia oportuna para la apertura del juicio contradictorio -pedía el ingreso de aquel cabo en la Orden de San Fernando-. El expediente se acompañaba de un juicio favorable a la laureada. Luego, se remitía al Consejo de Guerra y Marina.

La resolución se hizo esperar. Hasta 1931 no resultaba propicia. Pero, en marzo, poco antes de proclamarse la II República, se conocía la noticia de que el héroe de Estigua sería consagrado caballero de la Laureada. Con premura, el batallón de Cazadores de la guarnición de Ourense costeaba la insignia. Y, en apenas dos meses, una Comisión del regimiento, representado en todas sus categorías, le imponía la condecoración al sargento que, tras volver de África, formaba parte del Cuerpo de Inválidos -unidad militar creada en España por Felipe V a imitación de la que había creado su abuelo Luis XIV en Francia-. En él, llegó ostentar del grado de capitán de infantería. Ironía del destino…, si el héroe de Filipinas, el cabo Jordán, nacía en el nº 4 de la plaza del Corregidor en Ourense, el héroe de Estigua, Manuel Rapela, vivía en la misma plazuela, pero en el nº 6; y si el primero era recibido, cristianamente, en el mundo de los vivos en Santa Eufemia, el segundo se despedía de él en la misma iglesia. Fatum o azar -que dirían algunos-, lo cierto es que ambos ourensanos dejaron su huella impresa en la Orden de San Fernando.

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