Opinión

Las dos orillas

Es un dicho popular el reconocer que la salud se valora cuando viene la enfermedad. Sin embargo, el Viejo Milenario coincide con Nietzsche cuando afirma: “No se llega al tormento lleno de fe, sino que se encuentra esa fe en el sufrimiento y en el dolor…” El filósofo alemán no solo descubre el valor de la enfermedad, sino también su polo opuesto: el valor de la salud. Sin duda hacen falta esos dos estados para dar un verdadero sentido a la vida; la enfermedad como medio y la salud como fin. En palabras de Nietzsche: “El sufrimiento es la orilla imprecisa de la enfermedad; la orilla opuesta que brilla de un modo indecible es la orilla de la salud que no puede ser alcanzada si no se parte del sufrimiento.”

El Viejo Milenario recuerda a su abuelo materno, aquejado de una terrible enfermedad que acabó convirtiéndolo en un ser inerte. El anciano enfermo, al ver disfrutar y sonreír a su nieta más joven jugando cerca de él, decía con voz trémula: “Valeume a pena vivir estos anos de dor para ver a este carrabouxiño”. Se expresaba así un hombre que sintió la angustia que le produjo un cruel diagnóstico que le anunciaba dolor, dependencia y soledad; algo que tardó en aceptar. La serenidad con que sobrellevó posteriormente la evolución de su enfermedad sorprendió a los que habían compartido su angustia y desesperación. Su profunda sabiduría le hacía conocedor de las consecuencias de un mal que le destruiría. Abrió su corazón al perdón y nunca se resignó a la condena de no poder pasar a la orilla de la salud; no lo consiguió con su cuerpo, pero sí lo alcanzó con su espíritu. Totalmente inmóvil leía con la ayuda de algún familiar que le pasase las hojas del libro o de la prensa; nunca se rindió a la desesperación y su autoridad moral le mantuvo como referente de ética de todos cuantos le habían conocido hasta que, liberado del dolor, exhaló su último suspiro. El Viejo Milenario siempre admiró a su abuelo. Le recuerda arrastrando sus pies para desplazarse con lentitud y nunca podrá olvidar su profunda inteligencia y la vasta cultura de lo que era reflejo su bien dotada biblioteca. Su sonrisa de agradecimiento cuando recibía la ayuda para poder moverse era el espejo de la serenidad de su espíritu. Sin duda había vivido en las dos orillas.

¡Cuántos enfermos terminales han aceptado su final y no han sucumbido a la desesperación y a la inquietud que produce la proximidad de la muerte! He conocido a muchos hombres y mujeres que han alcanzado la integración en el Todo porque su dolor ha redimido su espíritu y solo él ayuda a descender a lo más profundo del ser. La profundidad de una mirada, las palabras de un adiós, las caricias de amor, la aceptación de lo inevitable… acompañan al viajero en su corto viaje hacia el mundo infinito del cosmos. Unos buscan el consuelo en la religión, otros esperan la nada absoluta, los más aspiran a una enigmática eternidad, los amantes de la ciencia afirman la integración en la energía cósmica. Cada cultura, cada individuo trata de buscar el camino que le lleve a la vida eterna, pero los que sufren y conocen el dolor acepan el fin con mayor naturalidad.

Hay un personaje que merece una referencia especial. Se trata del poeta Heinrich von Kleist: su impulso poético contiene la realidad de la vida y de la muerte y su plan existencial no se refiere a vivir bien sino a lograr la inmortalidad. Para este representante genuino del Romanticismo alemán, su único objetivo, tanto en la vida pública como en la privada, fue la búsqueda del Absoluto. Después de una azarosa existencia terminó suicidándose con su compañera Henriette Vogel. Caminó siempre por la acera de la salud y cuando intentó cruzar a la enfermedad, su fuerte constitución le estalló en una hipocondría que le confundió, y aturdido por su tragedia quema el manuscrito de su primera y favorita obra, “Guiskard”, venciendo quiméricamente su debilidad y sus dolores optando por un plan de muerte. Su epitafio es el triunfo de un deseo: “Ahora, ¡oh! Inmortalidad, eres toda mía”.

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