Opinión

Culpable silencio

Tendría yo diez años. Qué cabrón fui. Ya sabes, las heridas de la infancia marcan tu vida. Te lo voy a contar como un cuento. Como si fueras mi psicoanalista. O quizás mi confesor, aquel fraile un poco sordo al que íbamos todos porque no se enteraba de lo que decías e inevitablemente te ponía tres padrenuestros y sus avemarías como penitencia.

A estas alturas no sirven las píldoras ni el diván del psiquiatra. Así que, si lo escribo, quizá desaparezca ese jodido inquilino de mi mente.

Últimamente, cada vez que veo la escultura de “La Lechera” del Paseo me golpea el recuerdo de aquel lejano día en que fui un niño cobarde. Te cuento, mis padres atendían el comercio. Podías comprar una cacerola, calzado e incluso leche.

Ah, mi madre, sin embargo, compraba la leche a una señora. Nunca bebí mejor leche que la que aquella aldeana traía cada mañana en su cántaro de zinc. Nada más irse, sin que nadie se percatase, sorbía la nata y engullía goloso un par de vasos.

La cosa fue en aumento. Ya devoraba cuatro vasos y, con la astucia del Lazarillo de Tormes, rellenaba con agua la ‘pota’ para que no se notase.

Pasaron los días. Una mañana escuché como mi madre le gritaba furiosa a la anciana lechera: “Su leche no es buena, usted me estafa, todo es agua. Váyase y no vuelva por aquí”.

Presencié la escena aterrorizado. Veo, ahora, el rostro empalidecido de la honesta mujer. Escucho sus palabras doloridas. Contemplo como se va: lleva toda la tristeza del mundo. Una lágrima resbala por su rostro. Recuerdo, aquel día caía una lluvia del demonio.

Quién habla de la inocencia de los niños. De esos ojos que no saben qué es llorar. Mi madre cambió de lechera. Yo siempre guardé un culpable silencio. Qué habrá sido de aquella buena lechera de mi infancia. Qué cábalas haría. Quizás pensó: “Un hado malo regó mi leche con agua”.

(Ah, las lecheras. Ordeñar muy de mañana a los animales con mimo. Que coman en el prado. Qué hermoso verlas llegar de buena mañana, su cántaro al hombro, el asno al lado. La familiaridad con que entran en las casas. La precisión con que miden la cantidad exacta en sus vasos de latón. Sus manos arrugadas que sostienen con firmeza el cántaro.

Maldita sea. Ciertos días en que llueve del demonio y atravieso la calle del Paseo, siento el dedo acusador en la estatua de la lechera. No, no. Ella es sabia y me mira compasiva. Ahora, amigo, ya sabes quién pone, ciertos días, flores silvestres a sus pies.)

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