Opinión

'Venga a verme, por favor’

Le cuento, siempre he sido solidaria; me lo enseñaron mis padres aunque mi familia fue muy desgraciada. Desde niña me acostumbré a visitar a mi padre en prisión; pasó allí muchos años por un delito que no le voy a decir.

Ay, me recuerdo de niña de la mano de mi madre en la cola de la cárcel: el alboroto de los gitanos, la tristeza de las familias y la media hora que veíamos a mi padre tras el cristal blindado. Ah, la mirada herida de papá, su brazo detenido contra el cristal porque no podía abrazarme. ¿Sabe?, los otros presos me miraban con leve sonrisa amarga; quizá les recordaba a sus hijos.
Todo aquello me marcó mucho; esos hombres carecían de lo más sagrado, que es la libertad. Todavía recorre mi vértebra la sensación de aquel día en que salió libre: ‘no traigo nada; se lo he dejado todo a mis compañeros de celda’. Yo acababa de cumplir dieciocho años. ¿Sabe?, también guardo en mi memoria las ansiosas miradas de los internos.

Pasaron los años. Jamás olvidé aquellos días. Hoy tengo un novio y una niña de siete años. El destino puso en mi camino una amiga, funcionaria de prisiones. Sus historias removieron en mí todos los recuerdos. Decidí colaborar con una ONG que ayuda los presos de larga duración. Como en los viejos tiempos, de las ‘madrinas de guerra’, esta asociación facilita que apadrines a un encarcelado.

Me dieron un nombre, el módulo en que estaba y su dirección. Comencé a enviarle cartas de ánimo, ropa, algún dinero y libros. Él me contestaba con largas cartas llenas de emoción y agradecimiento.

Un día le dije a mi amiga que me gustaría conocerlo. Me arregló eso que llaman ‘una comunicación’. Sentí una sacudida al llegar al siniestro edificio, el mismo que conocí en mi infancia. Ella me previno: ‘Deja claro tu papel de amiga y madrina; suelen ser astutos y seductores’.
Con que allí estaba yo. Otra vez el mismo cristal que separa: su penetrante mirada, suplicante y fría, atravesaba las paredes y me desnudaba. Vestía el clásico chándal carcelario, como mi padre.
Logré actuar con serenidad; escuché sus problemas, tome nota de sus necesidades y lo animé. Al despedirnos me dijo: ‘Hace muchos años que no veo ni hablo con una mujer; venga a verme por favor’.

No quiero extenderme más. A lo largo de dos años, al menos una vez al mes, iba a visitarlo. Siempre le traté como una amiga. No niego que alguna vez soñé con sus poderosos brazos. Mi amiga me contó que tenía una foto mía presidiendo su ‘chabolo’. Me aconsejó que espaciase las visitas: ‘Se ha vuelto solitario y taciturno; se ha obsesionado contigo’, me dijo”

(“Pasó el tiempo. Decidí hacerle el último regalo: lo que más ansiaba. Créame, lo pensé como un acto de caridad. Mi amiga me apañó un ‘vis a vis’ casi clandestino. Lo esperé en el aséptico habitáculo de la penitenciaría, inmóvil; lista como para un sacrificio”.)

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