Opinión

Apología del silencio

Sobre esos tipejos que ponen bombas, de cuyo nombre no quiero acordarme, habría que hacer el más histórico, el más épico, el más generoso, el más hermético pacto de silencio jamás contado. Por las superficies de periódico y los minutos de radio y televisión que okupan esos tipos, pagarían empresas de bien, españoles como Dios manda, millones y millones de euros como contrapartida a ese fenómeno de masas contemporáneo al que llamamos publicidad. Dar a conocer al mundo la música, la literatura, el programa de un partido político o el último utensilio para uso humano, cuesta una pasta gansa, oye. Pero, colocar bombas y hacer que estallen por los aires seres humanos, o intentarlo, vamos, sale absolutamente gratis, ay, gracias a la vanidad de vanidades que nos impregna a los que nos dedicamos a esta hermosa profesión del periodismo, donde lo de menos ha dejado de ser saber llegar y lo fundamental ha empezado a ser llegar primero, a ver si me entiendes, haciendo caso omiso a los sabios consejos del arriero de José Alfredo Jiménez. Las primicias informativas crean reyes por un día, incluso reinados vitalicios, en un zoco sociológico en el que se vende la verdad, casi toda la verdad y algo más que la verdad. En torno a esos tipejos que ponen bombas, ya digo, como desaprensivos pescadores furtivos de vidas humanas y de terror sociológico, se ha creado una telaraña de ostentosos misioneros de la paz, de ostensibles pescadores en aguas revueltas, de teóricos doctores ‘honoris causa’ en terrorismo, de coros anónimos y multitudinarios de anónima gente corriente, modelo tragedia griega, repitiendo una y otra vez el papel que les asignan los dirigentes políticos, con la inestimable colaboración de los medios de comunicación.


Luego, verás, se apagan los ecos de las explosiones, se dispersan las humaredas que ciegan nuestros ojos, se secan las lágrimas que lloran a los muertos, se desvanecen los consuelos a los vivos, y el resultado final es que el terror se ha sacado no se cuántas páginas de publicidad, no sé cuantas horas de radio y televisión, por el morro, tío. Lo que roban, lo que acumulan a través de la extorsión y las donaciones forzosas o voluntarias, que de todo debe haber en esa viña del diablo, se queda para pagar los servicios, las vacaciones y las orgías de los asesinos a sueldo. Pronunciamos tantas veces esas tres malditas letras en vano, por miedo, por vanidad, por estrategia política, con la disculpa de que manda la actualidad, como arma arrojadiza, como antídoto contra delirios indepen dentistas, como síntesis de una enfermedad crónica, para hacer vudú colectivo, como clavo ardiendo de lo que nos une a la inmensa mayoría de los españoles, en contraste a tantas cosas que nos separan, que las hemos convertido en una marca multinacional.


Una repugnante empresa como esa, con su repugnante objeto social y su execrable cuenta de resultados, es muy difícil que plantee un irreversible expediente de regulación de empleo si dispone de tanta publicidad. Cada página de periódico, cada minuto de radio o televisión reproduciendo la asquerosa marca de esos tipos, es un anuncio gratuito de empleo para almas miserables, para vampiros que alimentan sus delirios de gloria abertzale con la sangre de santos inocentes, para ejecutivos del terror que no son nada, que no son nadie, sin sus pasamontañas y sus nueve parabellum. Claro que es difícil responder al amonal, a los disparos en la nuca, a las bombas lapa, con silencio. Pero, a mis escasas luces, demostraría que la sociedad española había alcanzado un sublime grado de entereza e inteligencia colectiva. Como lleva un horror proclamando ese paradigma del cinismo humano, que hablen de uno, aunque sea bien. Si encima se habla mal, se sigue condenando, exorcizando, llevados por la pasión y la razón, ¡el señor nos coja confesados!


La zanahoria de Romeu


Ha cogido Méndez Romeu, conselleiro de la Presidencia y la cosa administrativa, y ha lanzado un globo sonda, una sugerencia para ver cómo encaja esta sociedad una política de incentivos a los funcionarios. Bufandas, complementos, caramelos, yo qué sé, para los que hagan mejor su trabajo, vamos. Relacionar la palabra incentivo con la palabra funcionario, con todos los respetos para esa legión de señoras y señores que manejan los papeles nuestros de cada día, viene siendo, en estos tiempos de cólera económica, como relacionar el fuego con la gasolina. ¿Puede haber mayor incentivo, en plena eclosión de las colas del paro, que un puesto de trabajo vitalicio? Ya sé, ya sé que les congelan los sueldos en tiempos de penuria; y que sus ocho horas diarias de monótona actividad en las cadenas de montaje administrativas, se convierte muchas veces en un calvario. Pero, señores, mientras hay sueldo, y extras, y días para asuntos propios, y vacaciones casi a la carta, y bufandas que caen como del cielo, digo yo que habrá esperanza.


Es una esperanza prácticamente eterna, por los siglos de las siglas, mientras el resto de los mortales acuden cada mañana a su puesto de trabajo con la espada de Damocles del paro, ¡maldito sea!, pendiendo sobre sus cabezas. Servidor, sólo se hace una inofensiva pregunta: ¿si se premia a los buenos, que espero que sean mayoría, qué se hace con los malos, con los que responden siempre vuelva usted mañana, con los que hoy acumulan más papeles que el día anterior pero menos que el día siguiente? Porque esa podría ser un poco la cuestión, ¿no? Si me permiten una licencia de abstracción sociológica, los genuinos patronos de los funcionarios, por ejemplo, de los gallegos, no son Emilio Pérez Touriño, Méndez Romeu y compañía de gobierno, sino ustedes y yo, el llamado pueblo soberano. ¡Y hay que ver cómo nos tratan a veces, excepcionales mino rías, por supuesto, que confirman el intachable comportamiento de las mayorías! Probablemente no me esté haciendo precisamente amigos en la administración con estas reflexiones. Pero es que, de eso se trata, oye. De que no funcione la amistad como autopista para los trámites en la función pública. De que todos seamos iguales ante la ley y ante la administración. Y luego, otra cosa, oye. No confundamos el buen trabajo, la produc tividad, cosas de esas, con la simple contrapartida laboral de tantos mortales, por cierto, con trabajos no vitalicios, de cumplir con nuestras obligaciones impresas y aceptadas en un contrato.


Menos incentivos y más sentidiño. No vaya a ser que acostumbremos a los funcionarios a moverse por un premio, como los conejos pierden el culo por una zanahoria.


55 días en el polo


Por Chus Lago, la concejala de Vigo que inicia su largo, tortuoso y solitario camino hacia el Polo Sur, me sale primero una oración y después un pequeño artículo. Incluso entre la erótica del poder y el laberinto de la política, queda un hueco de esperanza para los sueños. Le pidió a Caballero la palabra de ídem para poder afrontar su última aventura, y todo se está consumando. Se ha entrenado en las resbaladizas superficies de la política municipal para mantener el equilibrio en los hielos. Y, por otro lado, la soledad del concejal de fondo es una magnífica preparación para la soledad antártida. La echaremos de menos durante dos meses, pero nos la devolverán los Reyes Magos pleno enero, cuando el tam tam de los tambores autonómicos de guerra electoral resuene con fuerza por la geografía gallega. De alguna manera, dejará clavada una bandera de Vigo en la cima del epicentro polar.


Luego, colgará las botas, los esquís, las cuerdas, los sueños, y se pondrá a escalar las peligrosas paredes de los invisibles ocho miles que brotan de repente en la gestión municipal y espesa. Por una vez, y ojalá sirva de precedente, la aventura le pone los cuernos a la política.



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