Opinión

El crack de 2008

Vivíamos así, con un ojo puesto en Paul Newman, aquel dulce pájaro de juventud a punto de no poder remontar el vuelo, y el otro en José Luís Rodríguez Zapatero, cuyo tranvía llamado deseo descarrilaba en su trayecto hacia Cataluña, entre la espada de la financiación autonómica y la pared del índice de paro, el índice de precios al consumo, el euribor y la cosa. Vivíamos preguntándonos a qué había ido María Teresa Fernández de la Vega a la otra orilla del charco, como una gata sobre el tejado de zinc caliente del socialismo español; a qué habían ido tantos españoles y españolas a Pekín, en busca de esas quimeras del oro a las que llamamos medallas, que volverán a brillar por su ausencia; por qué se había ido Emilio Pérez Touriño de vacaciones, con tantas asignaturas pendientes para septiembre. Entonces, verás, bajabas del desván las obras inmortales de Tenessee Williams y de Arthur Miller, desempolvabas los gritos del silencio escritos y descritos por la vieja generación perdida, los Steinbeck, los Faulkner, los Hemingway, y comprendías que todo cambia para quedar exactamente igual: con depresiones internas que nacen, crecen y se desarrollan a partir de las depresiones externas. Este crack de 2008, como aquel otro del 29, inspira otra versión de las uvas de la ira; reproduce millones de viejos con millones de mares, líquidos y sólidos, condenados a irreversibles finales con la arribada a las orillas de la desesperanza; induce a preguntarse por quién doblan las campanas en Georgia, y por quién en todo el planeta tierra, dónde tantos anónimos seres humanos pierden sus incruentas batallas diarias contra la banca, la dichosa cesta de la compra, la maldita hipoteca, mientras respiran la decadencia occidental de las tarjetas de crédito e inician el inexorable éxodo desde el paraíso perdido de la clase media hacia los campos de refugiados de las oficinas de empleo, de los subsidios de supervivencia, de las OONNGG, en cuyas discretas puertas de atrás se forman atascos de almas perdidas.


Excursión en agosto


Es posible que ZP tenga talante, incluso talento, pero está claro que no tiene ojos para ver, oídos para escuchar, empatía para ponerse en el lugar de los demás, mientras practica el Monopoly con los presidentes autonómicos, toma medidas para hacerle un traje a un país a dieta, en vez de tomárselas a un país anoréxico, o se lleva de vacaciones ensayos de federalismo comparado, en vez de la hermosa Utopía de Tomás Moro. ¿De qué hablan los políticos españoles de ahora? ¿A dónde miran los políticos españoles de ahora? ¿Qué sienten los políticos españoles de ahora? Hablan con voz de hombre, ¿pero a qué hombres?; con ojos de hombre miran, ¿pero hacia dónde?; con pecho de hombre sienten, ¿pero qué? Hablan, y cuando hablan parece que están solos. Miran, y cuando miran parece que están ciegos. Sienten, y cuando sienten parece que corre sangre de horchata por sus venas. Que me perdone Rafael Alberti por haberle tomado prestada su inmortal balada para los poetas andaluces. Quizá le falte poseía a los frío renglones que van formando las virtuales estrofas de los BOES. Quizá Las Moncloas, las Casas Blancas, los Elíseos, los Quirinales, deberían empezar a ser ocupados por inquilinos que buscasen Arcadias colectivas en vez de prosaicos paraísos personales e intransferibles. También era agosto cuando cayó aquella maldita bomba sobre Hiroshima, Hiroshima mon amour. Sesenta y tres agostos después, sin la mínima intención de establecer odiosas y disparatadas comparaciones, las palabras de ZP han caído como otra bomba sobre una sociedad española pillada en tanga, arrimándose al único sol que aún calienta. Más allá de las playas, hace frío. Más allá de los conejos que ha intentado sacar de su chistera el Presidente, la esperanza de la inmensa mayoría de los españoles ha muerto un poco más hoy, pero algo menos que mañana, tras haber asistido a su sesión de magia. No son sólo los efectos de la que está cayendo, como cayó aquella vez el infernal invento de Oppenheimer y cía cuando se abrió la panza del Enola Gay. Es, además, la certeza del largo periodo de radioactividad perniciosa que amenaza nuestra existencia con sucesivos y a veces irreversibles daños colaterales. Es el síndrome de los días después, cuando deje de calentar el sol aquí en las playas y regresemos a nuestras anónimas cárceles del alma, a ver si me entiendes, entre la espada del desempleo y la pared del IPC, condenados a buscar el pan nuestro de cada día para miles de niños de pijamas de rayas. Que sepa usted, señor Presidente, que no es lo mismo jugar al Monopoly oficial, rodeado de jugadores con los estómagos llenos, que a millones de monopolys caseros, de barrio, rodeados de jugadores con las esperanza e incluso los estómagos medio vacíos. Los fontaneros de Moncloa deben estar convencidos de que ZP ha hecho un poco su agosto, je, con su esporádica excursión al centro de la opinión pública y publicada. El problema es que a los ciudadanos nos lo están dando, hombre: el agosto, el septiembre, el octubre, ay, y los que te rondaré morena .


Un comodín en Monte Pío


No es cómodo, estos días, llamarse José Montilla. Zapatero, por ejemplo, practicó hace unos días con él el tiro al plato, en perfecta armonía con el espíritu olímpico, y quiso colgarse una medalla ante la opinión pública española colocándose entre Pinto y Valdemoro, entre lo bilateral y lo multilateral, en ése marrón de la financiación autonómica. De Pinto es, como se sabe, Alberto Contador, que iba tras el oro en Pekín y acabó compuesto y sin medalla, asunto que debería hacer reflexionar al señor Presidente. Montilla es ése señor que se pone Catalunya por montera, pacta, si hace falta, con Carod, con Más, con el diablo, y te monta una sardana que te deja a La Moncloa más sola que Troya ante el asedio de los griegos. Con Montilla se echan pulsos desde Madrid, se hace un simulacro de combate de boxeo ante dios, la historia y los españoles (en taparrabos en las playas, claro), y luego se deja todo atado y bien atado pasándose por el Palau de la Generalitat a explicarle que, donde ZP había dicho digo, en realidad quería decir diego. El problema, con nuestro Montilla galaico, es que ni siquiera hay que hablar de él. Con él no se practica el tiro al plato de cara a la galería, sino, simplemente, el vulgar tirón de orejas. Puede proponer la convocatoria de las elecciones gallegas cuando quiera, naturalmente, pero disponer, lo que se dice disponer la fecha, es cosa de Madrid, de la calle Ferraz, de Pepe Blanco, que tomará una u otra decisión según se pongan las cosas negras: la crisis, los apoyos al proyecto de Presupuestos Generales para 2009, los sondeos en Euskadi y Cataluña, las mil y una variables de la compleja ecuación del poder. Si la política fuese un juego de cartas, Montilla sería un as en la manga, Chaves un triunfo apoyado, Pachi López ese tres que intenta salvarse de un arrastre de Ibarretxe. Pero, chico, Touriño sólo es un comodín que lo mismo te sirve para un roto que para un descosido. Sé que esta consideración puede ofender al presidente galaico, muy mirado para estas cosas.


Pero, en realidad, debería ofender a todos y cada uno de los gallegos. Incluso al abajo firmante, oye. Dios nos cría, nosotros nos hemos juntado, el Estatuto de Galicia nos ampara, disponemos del mismo grado de emancipación que el resto de nuestros vecinos del Estado, y se le hace a uno cuesta arriba, la verdad, comprender que Madrid decida qué día, qué mes, a lo mejor, qué año, tenemos que acudir a nuestras urnas.



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