Opinión

‘Trivial’ a la gallega

Ha cogido Pepe Blanco, vicesecretario del partido que ostenta el poder y la cosa, y ha retado a su paisano, a nuestro paisano Mariano Rajoy a responder a una inofensiva pregunta: ¿cómo reduciría usted el gasto? Se refiere al gasto público, naturalmente. Sobre el privado, ya sabemos que el líder del PP te es muy suyo, muy reservado, como muy bien demostró durante aquel programa urbi et orbi, tengo una pregunta para usted, en el que el público preguntaba lo que quería y él contestaba lo que le daba la gana. El hecho de que los gobiernos les pidan explicaciones a las oposiciones, en una clara trasgresión de papeles, no es nuevo, y mucho menos en un país donde pesa un horror la mala conciencia guerracivilista. Lo que pasa es sigue chocando que quienes tienen que responder ante dios, la historia y los españoles se pasen las legislaturas preguntando, y tiene cohones que quienes han sido elegidos para controlar a los que gobiernan, se pasen las legislaturas dando explicaciones. Con todas las coñas, las memorias históricas, el vudú al franquismo, que ha llegado con tanto retraso, por cierto, resulta que la sombra del dictador sigue siendo alargada. La política española está claramente galleguizada, y aquí todo dios responde de sus actos, de sus acciones u omisiones de gobierno, de sus tasas de paro, de sus crisis, de sus catástrofes, a la gallega, o sea, con otra pregunta. Vamos así, de pregunta en pregunta, hasta la más rotunda de las ignorancias colectivas de un pueblo, ¡oh, los españoles!, que ya no sabe lo que es una respuesta. Han tenido que situarse dos gallegos de mucho cuidado en las cúspides de las pirámides de este camuflado sistema bipartidista, del nuevo canovismo y el nuevo sagastismo, para darnos cuenta de que, esto, en realidad, no es una democracia al uso, sino una macropartida de Trivial por las siglas de los siglos: tú pregunta lo que quieras que yo te preguntaré lo que me de la gana. Es, sin lugar a dudas, un trivial muy original, a la gallega, vamos. Aquí no gana el que mejor responde (entre otras cosas porque no responde ni dios), sino el que desenfunda con mayor rapidez una pregunta; el que devuelve con más reflejos la granada verbal que le han lanzado; el que se consolida con mayor firmeza en sus respectivos papeles de oposición. Porque, aquí, en España, no hay un gobierno y una oposición, como en tantos y tan aburridos sistemas democráticos de occidente. Aquí, señores, ¡pasen y vean!, hay un a oposición instalada en el poder y otra haciendo cola, a ver si me entiendes, que se pasan las legislaturas, la vida, la historia, lanzándose preguntas sin respuestas como absurdas armas arrojadizas. Pero, chico, ¿si al pueblo le gusta, si nos va la marcha, qué le vamos a hacer? La única curiosidad que nos queda, mientras las metástasis de la crisis invaden nuestras vidas, no es qué quimio va a aplicar el doctor Solbes, entre otras cosas porque no lo sabe ni él, sino a ver con qué otra pregunta le responde Mariano Rajoy a Pepe Blanco, y viceversa...


Vals de la inflación


Llamamos Jean-Claude Trichet, desde hace cierto tiempo, a un señor que nació en Lyón, se hizo ingeniero de minas en Nancy, se licenció en Economía en París, pasó por todos los olimpos de la macroeconomía del planeta y acabó aterrizando en el Banco Central Europeo, sin que ningún pobre mortal europeo le hubiese dado vela y voto en este entierro. Trichet es ése tipo que cada equis tiempo nos sube los tipos de interés, nos infla las hipotecas y los huevos, con perdón, y nos deja el Ibex y la moral por los suelos. No sabemos si padece inflación-fobia o una simple alergia pasajera, pero en cuanto vislumbra un repunte del IPC en el horizonte le entra talmente un sarpullido. Este señor será un sabio de la economía y la cosa, pero a mi me recuerda un horror a un exorcista. En cuanto existe el mínimo indicio de posesión diabólica de la inflación, se pone como loco a intentar expulsar al maligno del cuerpo civil, oficial y financiero de la sociedad europea. Es un poco nuestro padre Carras, dispuesto siempre a salvar nuestra alma colectiva financiera, aunque le importe un huevo como se nos queda el cuerpo, los millones de cuerpos anónimos individuales que, poco a poco, subida a subida o estancamiento a estancamiento del precio oficial del dinero, acaban hechos unos zorros. Un servidor está convencido de que este señor sabe muy bien lo que se hace. Que contra la enfermedad que padecemos, esa que son incapaces de diagnosticar Solbes y Zapatero, no queda probablemente otro remedio, como no queda prácticamente otra cosa que la quimio o la radio contra nuestras inflaciones de células, pero la verdad es que el ser humano nunca ha sabido cuando una remedio empieza a convertirse en una enfermedad y cuando la enfermedad es menos perjudicial que el remedio. Lo que está claro es que Jean-Claude Trichet va a pasar a la posteridad, oye: pocos personajes en la historia han conseguido que tantos seres humanos se acuerden de su padre y de su madre. Sobre todo cada fin de mes, cuando te pasan los recibos de las hipotecas y vienen un poco más altos que los anteriores pero algo más bajos que los siguientes. Trichet está apostando claramente por el hambre para hoy y el pan para mañana. El problema es averiguar a cuántos europeos les queda mañana; a cuántos les gustaría no dejar para mañana lo que podrían hacer hoy; sobre cuántas tumbas va a seguir bailando Trichet su vals de la inflación.


El pulgar de la mujer


No sé si el crecimiento negativo de la población (más personas fallecidas que nacidas), es comparable al agujero en la capa de ozono, el calentamiento global, el cambio climático, la desertización, la emanación de CO2, cosas de esas que nos han hecho poner en duda la conservación de la especie. Problemas de con ciencia masculina al margen, argumentos políticamente correctos en cuarentena, comprensibles sarampiones feministas a un lado, sin dejar de reconocer que le hemos hecho la historia imposible a la mujer, no me atrevo a descorchar cava por la nueva Ley del Aborto que ha anunciado Bibiana Aído. Sobre todo, si nace impregnada de discrecionalidad y formulada como un derecho libre, personal e intransferible, al capricho o la exclusiva reflexión de una dama. Ya sé, ya sé no es cuestión de resignarse a aceptar que de algunos polvos vengan algunos lodos. Que los vientres que se inflan son los de ellas; que son sus pechos los que sufren las metamorfosis; que son sus vidas las que padecen secuestros temporales. Pero si esto de traer o no traer vidas al mundo se convierte en una decisión completamente subjetiva, resultaría cuando menos paradójico en un mundo en el que el peligroso derecho de compaginar la bebida con el volante, el humo del tabaco con la convivencia, el consumo voluntario de drogas, cosas de esas, está sometido a leyes y reglas de juego objetivas. Me niego a entrar en disquisiciones de índole moral o científica con comisiones de expertos, salvadores de almas o laicistas compulsivos. A un servidor, el anuncio de Bibiana Aído sólo le sugiere una pregunta: ¿para qué protocolos de Kyoto, rebajas de emisiones, multas, revoluciones ecológicas, intentando conservar un planeta en el que, paradójicamente, la conservación en sí misma de la especie humana puede quedar al criterio personal e intransferible de miembros individuales de la tribu? ¿Conservar el planeta, para qué, para quiénes, para cuántos, si todo queda a merced de distintos y distantes césares femeninos con potestad para señalar con el pulgar hacia arriba o hacia abajo?



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