Opinión

Qué verde era mi valle

Uno que a estas alturas le quedan pocos argumentos de los que presumir, piensa que a este país de rabia sí le hace falta un torniquete de urgencia. Si es difícil vivir en un sinvivir, malo hacerlo en la desesperanza; enfermizo y mucho peor es hacerlo en la desconfianza.

Uno que ya ve columnas periodísticas de admiración reconvertidas en furia de trinchera, cree que estamos tocando fondo; fondo de pura miseria. La plebe histérica hecha unos zorros atrincherada en el chismorreo y la proclama diaria de justicia por doquier. Hay motivos para el pesimismo, claro que sí, pero no para regodearse en él, por mucho que aparentemente el precipicio se presente en la misma dirección que el destino.

Seguro que habrá que tomar nota de cuestiones y “votar” con determinación cuando sea menester; de momento calma fría. A lo largo de esta travesía del desierto en la que nos encontramos, si algo se puede sacar en claro es que el pesimismo deriva en pesimismo, y que las teorías catastrofistas pueden rematar por cumplirse. A la izquierda y a la derecha quedan ejemplos nauseabundos de patriotismo y acción interesada, de bisoñez ideológica e ineficacia manifiesta, sin olvidar las malas prácticas o lo impresentables que son algunos señores, léase Pablo Sánchez-Terán, excónsul español en Boston. Tiempo habrá; después de ésta; la política, sus vicios y la forma de ejercerla ya nunca serán lo mismo.

Es duro encontrar conciudadanos en el camino de la derrota, porque todos ellos son nuestro espejo; es duro ver a gente, o sentirse uno mismo atrapado por momentos por las dudas diarias. Pero, como la vida es un continuun que diría el filósofo, en los caminos del aprendizaje, tan sólo un par de apuntes, huir del pesimismo como de la peste y de los pesimistas de oficio, por si, en la teoría del caos, los malos designios, aunque no sea razonables, si insistimos, adquieran esas posibilidades razonables de auto ejecutarse.

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