Opinión

Duermevela estival

Está sumida en su mundo. Dor- mitando. Me siento a su lado y la beso en la frente. Ella abre los ojos y me observa desde el umbral de su extravío. Me saluda: ‘hola pri- mo’. Confunde el ahora y el antaño. El mañana ni lo contempla. Pero la

felicidad se dibuja en su rostro. Todo se le nota en la cara, incluso el olvido. Su lenguaje es facial, más que sintáctico. Todo se desvanece en su mente. Todo se le amontona y se le trabuca en el desván de la memoria.

Me mira, me mira, me remira... Noto como que quiere contarme al- go. Y se pone a contar: ‘88, 89, 90, 91...’ en una letanía dulce y monocorde co- mo el rosario vespertino que rezába- mos en casa, cuando rezar servía para todo. Puedes pasar horas a su lado: ‘95, 96, 97, 98...’ ¡es tan agradable!; como cuando me contaba aquellos cuentos siendo niño. ‘¡Mamá -le tomo las ma- nos- que soy tu hijo!’. ‘100, 101, 102...’, y, como Pulgarcito, me imagino a lo- mos de un caballito de papel, hecho por sus sarmentosas manos.

El médico vino ayer a visitarla. Cree que puede tener una infección de ori- na. Nos recomienda que le demos mucho líquido. Le damos, té, menta, melisa, salvia, tomillo, manzanilla, hierbaluisa, tusilago... ¡Tanto como le gustaban las tisanas! Pero ahora mastica, y mastica, y mastica, y nunca traga. Se le olvida. Y le hacemos pre- guntas infantiles: ¿quién soy yo?, ¿có- mo te llamas?’, ¿dónde naciste?, para que, antes de hablar, tenga por fuerza que vaciar la boca y trague. Pero nada. Pone los morritos de un bebé cuando mordisquea la papilla. ¡Tan riquiña! Se la pasa jugando con un perrito de

peluche. Se lo regaló mi hermana. No sabe nada de mi enfermedad -mejor así, sufriría mucho-, cuando antes, como a Dios, no se le escapa- ban ni los más ocultos pensamien- tos de sus hijos. Cada día que pasa más se olvida de sí misma, de vivir, de amar, de sentir; incluso los actos ref lejos como el respirar se ralentizan en una agonía eterna que me inquieta: ‘¡Mamá!, ¡mamá!’, la zarandeo... ‘270, 271, 272...’, me apacigua. El otoño se la llevará en su mortaja de hojarasca.

Pobrecilla...
De pronto a mí también me besan en la frente... “¿Qué soñabas?”, me pregunta mi mujer. “Nada”. “¿Nada y llamabas a tu madre?”. “Es que para noviembre va a hacer tres años que murió; ¡cómo pasa el tiempo!”, le contesto.

Pero pienso: El Alzheimer es la mejor medicina contra el cáncer, contra el miedo, contra la tristeza, contra la vejez. No hay morfina más potente contra el dolor del alma.

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