Opinión

La ermita del santo

Suelo pasear Madrid con la curiosidad no ajena a un íntimo compromiso que es lo que nos asalta a los madrileños que nos fuimos lejos. Hay razones íntimas, sentimentales e incluso probablemente biológicas para atisbar los viejos escenarios de niñez y adolescencia con la perplejidad de un niño, y a mí me suceden estas cosas en una ciudad que conozco íntimamente en la distancia y con cuyos rincones me rencuentro in situ cada vez que me acerco hasta mi pueblo para darle los buenos días a las calles y plazas por las que se paseó don Paco Goya tomando apuntes para sus zafarranchos de chisperos y manolas, o aquellas en las que pegaba el oído don Luiggi Boccherini para inspirarse y componer buena parte de su música más optimista, tan popular que aún hoy se puede silbar cruzando un puente sobre el Manzanares y que se impregna de pueblo y guitarra. Esas calles las empedró y embelleció el buen rey Carlos III siguiendo las obras personalmente a pie y entre adoquines, apuntando con una varita a su amigo del alma don Francesco Sabatini dónde le parecía a él que debería colocarse una farola o dónde debería plantarse la fuente que nunca falta.

Siempre que cruzo el dintel de la diminuta ermita de San Antonio de Padua en el paseo de la Florida para admirar los frescos que allí pintó el maestro Goya trepando con cincuenta y tres años por un enjambre de andamios de los que estuvo a punto de caerse y romperse la crisma –su buen amigo Asensio Juliá le convenció para que le dejara trepar a él que era más joven y estaba mejor dispuesto para las alturas- me pregunto cómo sería ese Madrid carolino que pasaba de villorrio indecente a ciudad versallesca. Alegre, bullanguero y optimista hasta que llegó Fernando VII y lo puso todo perdido de sombras y muerte. Y sospecho que no hay mejor sistema de rastrear la Historia y que ésta nos sirva de algo que seguir los trazos que impregnan los escenarios en los que los hechos han ocurrido

Madrid, créanmelo está colmado de muchas cosas. Por ejemplo, de vigueses de última generación. Son cientos de chicos y chicas de entre veinte y treinta y cinco, buenos profesionales y mejores personas, valerosos y decididos que han tenido que buscarse su futuro en el exterior. Forman piña y son tristemente concientes de que en su ciudad algo no funciona. Si Vigo funcionara aquí se quedarían.

Te puede interesar