Opinión

El testigo inaguantable

Con frecuencia la edad nos vuelve reiterativos y pelmazos. La experiencia nos proporciona sabiduría y nos permite echar mano de enseñanzas obtenidas a cuenta de aciertos y equivocaciones que se cometen en el pasado y cuyo valor docente es muy provechoso si no fuera porque los veteranos nos empeñamos en contárselos a todo el mundo. Sé que a mí me está pasando como les pasa a todos los que vamos cumpliendo años y vamos observando el mundo con el espíritu reflexivo y analítico del curtido en mil batallas. Lo malo es que en lugar de guardar las conclusiones para uno mismo nos empeñamos en hacer partícipe de ellas a todo bicho vivienda y es entonces cuando sobreviene el drama. Nos hemos asomado a muchos hechos sumamente ilustrativos, hemos aprendido a calcularlos, nos hemos vuelto sabios pero esa misma jerarquía alienta también la condición de inoportuno, cansino, soporífero e incluso inaguantable. Hay que saber refrenarse y administrar con prudencia eso de estar a la vuelta de todo para no convertirse en una verdadera amenaza. Cuando a uno de los nuestros se le mete una cosa en la cabeza y se convence de que lleva razón más vale tirarlo al agua.

Aun así, y asumiendo el riesgo cierto que acompaña al ejercicio del conocimiento adquirido de década en década, me permito reiterarme en la disparatada deriva de la política catalana y las múltiples posibilidades de que de ella no acabe por obtenerse nada bueno. Su Parlamento le ha abierto las puertas a un sujeto con las manos y la lengua manchadas de sangre, y la presidenta de la institución le ha tratado con honores de jefe de Estado permitiéndole escenificar en él con carácter institucional una burla que es, además de infame e indigna, cruel, injusta y despiadada. Carmen Forcadell es quien ha franqueado a este individuo el umbral de una cámara que es de todos los catalanes. Los partidos políticos independentistas la han secundado.

En estas condiciones es lícito plantearse desde posiciones absolutamente contrarias, que puede no merecer la pena que España como país soporte situaciones semejantes. Hace mucho que se traspasó el límite pero los hechos no tienen ya ni techo ni retroceso. Otegi, al que los parlamentarios catalanes han recibido con galas de presidente de un Estado imaginario, soporta sobre su conciencia más de ochocientos asesinatos. Y no se ha arrepentido de ninguno.

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