Opinión

El día de San Crispín

En 2010 se estrenó la película “El discurso del Rey”, que narra la relación con fondo histórico entre Jorge VI de Inglaterra -padre de la recién fallecida Reina Isabel II- y el fonólogo australiano Lionel Logue, quien ayudó al primero a vencer la tartamudez que arrastraba desde su infancia, para que consiguiera pronunciar la célebre alocución radiofónica con la cual Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania en 1936.

La base del filme -que reportó, entre otros, el Oscar a su protagonista, Collin Firth- es la alabanza del esfuerzo como base para la superación personal; recordando aquí la figura de Demóstenes, el célebre orador griego, cuyos denodados esfuerzos para superar sus problemas de locución llegarían a ser tan legendarios como famosos sus alegatos sobre la conservación de la cultura griega y el restablecimiento del espíritu público en Atenas.

En verdad, la Historia está plagada de discursos destinados a cambiar su rumbo: desde Martin Luther King hasta Salvador Allende o desde Eva Perón hasta Winston Churchill, por citar casos de varias latitudes. La propia literatura nos muestra cuantiosos ejemplos, como sucede con la arenga que Shakespeare puso en boca de Enrique V, antes de iniciarse la decisiva batalla de Azincourt, el día de San Crispín.

El 25 de octubre de 1415, un mermado batallón de 9.000 soldados ingleses se enfrentó y venció a 18.000 franceses, en un desenlace que marcó el final de la interminable Guerra de los Cien Años. Con una encendida soflama, el Rey inspiró a sus tropas, desanimadas ante la inferioridad numérica, recordándoles la importancia del momento histórico y de valores como el liderazgo o el compromiso para afrontar retos en apariencia insuperables.

A veces, este tipo de experiencias “life changing” surge -a escala más modesta- cuando menos cabría esperarlo. Y algo así quizás sucedió hace unos meses, en concreto, el pasado 15 de noviembre, cuando varios cientos de personas, de variada índole y condición, tuvimos oportunidad de asistir al discurso que pronunció el actual presidente de la Diputación en un foro que habitualmente organiza este periódico.

Tal vez mediase la ausencia de expectativas con la que se tiende a acudir a esta clase de eventos, por puro compromiso, para no faltar a la debida cortesía institucional, a lo que procede añadir una leve (in)confesable desgana, no exenta de curiosidad. Fuera como fuere, entre la presentación del ponente (a cargo del presidente de la Xunta) y el final de su intervención hubo un antes y un después; diríase más, cierta epifanía colectiva.

Bajo título tan explícito como breve (“el liderazgo en Ourense”), lo que dijo o cómo lo dijo -eso sí, de un tirón, durante cincuenta minutos, sin mayor apoyo que unas escogidas imágenes- casi fue lo de menos. Más bien, según denotaban los corrillos posteriores, lo esencial radicó en su capacidad de generar en el público un sentimiento que, por limitaciones de espacio en esta columna, cabe sintetizar en una frase: despertó orgullo de ourensanía. 

Frente al victimismo de algunos y el revanchismo de otros -que nada aportan, limitándose a esconder la debilidad de sus discursos- es de justicia reconocer y recordar, a la vista de nuestro decisivo y particular San Crispín, que se acerca, la labor de quienes, con su esfuerzo, logran prender la llama de la ilusión en tan desesperanzada provincia. Con la oportuna aleación de compromiso y liderazgo, todo desafío puede superarse, por insalvable que parezca.

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