Opinión

La historia interminable

Aunque no sea el objetivo principal de la presente columna tratar un asunto de este tipo (aludido aquí, no obstante, hace un par de semanas), lo cierto es que en estos días se cumplen veinte años de la tragedia del buque Prestige; por ello, ante la avalancha de noticias sobre tan triste efeméride en diversos medios de comunicación, con particular intensidad en los gallegos, parece indicado -obligado, incluso- dedicarle una entrega.

Coincide también que este problema presenta aristas propias del Derecho internacional privado -disciplina que estudia desde hace más de treinta años y cuya cátedra ocupa actualmente en el Campus de Ourense quien suscribe-; lo que motivó, en su día, la solicitud al Ministerio de Educación y Ciencia de un proyecto de investigación, finalmente concedido a la Universidad de Vigo, para analizar los problemas jurídicos que el tema planteaba.

Además, hace poco, el 20 de junio pasado, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) dictó su última resolución sobre este caso que, lejos de haber concluido, se halla todavía pendiente ante los tribunales británicos, por lo que se refiere a la ejecución allí de la sentencia española donde se fija la responsabilidad por daños que debe asumir la aseguradora del buque; esto es, la parte más jugosa del litigio, crematísticamente hablando.

Aun a riesgo de rozar cierta incorrección política, conviene recordar, ante todo, en relación con este espinoso problema, la causa que se halla detrás de tan terrible drama, relacionada con el transporte de crudo en buques monocasco; actividad posteriormente prohibida en el ámbito de la Unión Europea, dado que supone una rebaja en el precio del producto final a base de reducir los costes que requeriría su mayor seguridad.

Eso sí, con el petróleo se fabrica desde la tinta con la que se elabora este mismo periódico en su formato impreso hasta la carcasa del portátil donde se lee su versión electrónica, pasando por la mayoría de objetos que adornan nuestra cómoda vida cotidiana. En suma: mejorar la seguridad del transporte marítimo de hidrocarburos conlleva incrementar su precio final, lo que siempre repercutirá en el bolsillo del usuario de sus productos derivados.

Conscientes de que nuestra calidad de vida actual tiene un precio que debemos asumir entre todos, en aras de la seguridad ambiental, ahora, a toro pasado, corresponde a los tribunales determinar la reparación económica del desastre; algo que los avezados asesores legales de la empresa aseguradora del buque han intentado dinamitar por todos los medios posibles, aunque el TJUE, afortunadamente, ha sabido ponerle freno a tiempo.

En su brillante sentencia, el Alto Tribunal europeo desmonta los argumentos del Abogado General, el irlandés Arthur Collins, que pretendía legitimar la sentencia británica dictada de conformidad con un previo arbitraje también celebrado en Reino Unido, a instancias de la aseguradora, mediante la cual se pretendía impedir la ejecución en dicho país de la resolución española de condena a casi 900 millones de euros.

Ante esta historia (judicial) interminable del infierno desatado hace veinte años, cabe desear que nos encontremos ya dando los últimos pasos de cara a obtener la justa reparación por tan pavorosos daños infligidos a la costa gallega; y concienciar a la población de que, cueste lo que nos cueste, unas medidas de seguridad adecuadas son la mejor fórmula para evitar otras tragedias de tal calibre en el futuro.

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