Opinión

El embustero o el hombre de paja

Ríos de tinta corrieron por el país criticando al postrer presidente Zapatero, sosteniendo que nunca hasta entonces hubo en España más nefasto presidente, posiblemente por la presión de la debacle económica, consecuencia de la que resultó ser la Gran Recesión de 2008.

Pese a todo, si hay algo que aquel Presidente revalidó, fue el proverbio de “después de mí vendrá quien justicia me hará”, y de hecho, cuando muchos estaban convencidos de la imposibilidad de empeorar, aterrizó Pedro Sánchez en mitad del Parlamento, después de batirse con todos y contra todo en las arenas de su propio partido, al que preside pese a la profunda escisión -por no decir herida-, que ha sido capaz de hendir en el PSOE. Prueba de ello es la pérdida de votos y escaños que desde su aparición perdieron los socialistas en favor del maremagno de formaciones que cambiando las siglas -de Podemos a Sumar-, someten una y otra vez al partido de la rosa.

No obstante, lejos de la sana ambición que nos propulsa al progreso, lo doloroso, lo verdaderamente hiriente, es esa codicia enfermiza de Sánchez que no atiende a nada ni a nadie con tal de seguir calentando con su nalga el cuero azul. No hay perversión mayor de la democracia que afirmar que repetir en el puesto sea la voluntad de los españoles. No es cierto en absoluto. La voluntad de los españoles no es que gobierne una amalgama de partidos, muchas veces peleados entre sí, que lo único que buscan son prebendas a título individual para aquellos candidatos sobre los que el Pueblo depositó su confianza.

Sostener que lo que los españoles quieren es que el PSOE negocie con Puigdemont es un absoluto dislate. Si esa hubiese sido la voluntad popular, los españoles habrían votado por mayoría aplastante al catalán para ocupar la presidencia en Moncloa, que a efectos prácticos es lo que se debate a estas horas. Dispuesto a pagar cualquier precio y todo peaje, Sánchez no vacila en negociar con quien no debe. Muchos españoles se preguntarán si es normal que un presidente del gobierno negocie con un golpista y prófugo de la Justicia, sin cometer, por lo menos, un delito de cohecho o complicidad.

Pero la respuesta a esa inquietud está en que Sánchez ni es ni nunca fue el Presidente, apenas ha sido durante algo más de cuatro años un hombre de paja bailando al son que le tocaban su amos. Primero Pablo Iglesias, obligándolo a tragar con ruedas de molino. Después Yolanda Díaz y, para terminar, el binomio Irene Montero-Ione Belarra, que lo dejó con profusas y profundas noches en blanco sin entender por qué ni Levinski le hubiera soplado el bálano.

Con un oportunismo chocante y dejando planear escabrosas dudas sobre las instituciones públicas, Sánchez no ceja en su empeño, no de escandalizar a la población, sino en socavar los fundamentos de la democracia y del Estado, sirviendo en bandeja el Gobierno Central a un fugitivo, sin le que asome el menor rubor por el remordimiento, y total para qué, para tomar posesión y agacharse a hacer felaciones a lo largo de toda una legislatura. Porque ése y no otro es el futuro que le espera.

Queda claro que el candidato a presidir Moncloa aún no aprendió la lección de no conseguir aprobar presupuestos si no es a cambio de excesivas concesiones, obviando la conducta de socios que recuerdan las palabras de Quinto Servilio Cepión: “Roma no paga a traidores”, por si alguien olvidó que el PNV primero apoyó los presupuestos de Rajoy y acto seguido su moción de censura. No, los españoles no quieren otro gobierno Frankenstein, por más que Sánchez se empeñe en su mentiroso mantra. Lo que los ciudadanos quieren es un partido, el que sea, que gobierne en mayoría, algo que no ha sucedido porque ninguno ha sabido ganarse la confianza del electorado.

Lo terrible de tanta trola es la ofensa a la ciudadanía. Cierto que Voltaire sostenía que la política es el camino para que los hombres sin principios puedan dirigir a los hombres sin memoria, pero Sánchez debería reflexionar en que los españoles no son idiotas.

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