Opinión

Turistas


De la importancia y trascendencia económica de la industria turística en un país como el nuestro es necio discutir una décima, pues resultan obvias, sobre todo si se creció escuchando la canción sesentera de Los Stop que relataba a su manera la sensibilidad turística española de campaña ya en aquella época: El turista 1.999.999. Desde entonces hasta ahora ha llovido tanto como la propia diferencia en el número de turistas que nos visitan, pasando de los dos millones acumulados en Mallorca en 1967 a los cincuenta millones anuales donde estamos ahora en España a dios gracias, y gracias a nuestra historia, clima y costa, fundamentalmente; porque el nuestro sigue siendo un turismo asociado a sol y mar por mucha voz que apele a otras virtudes de país, y si hay duda al respecto volemos la mirada hacia las Islas Afortunadas por ejemplo. 

Dada su importancia, la del sector turístico, corremos el riesgo de extremar nuestra emoción hasta la obsesión, y ahí ya algo falla y tampoco es tan buena ya la experiencia turística, pues baja la guardia de lo razonable a costa de cualquier precio y exceso. Y es que cuando no vemos salida de mayor ingenio y pertinaz esfuerzo a que todo éxito obliga en cualquier plan estratégico, nos asimos a la peligrosa baliza turística del todo vale con tal de que tenga efecto llamada, y en un tiempo donde divertimento y entretenimiento son paradigma apelamos en exceso a nuestra capacidad de fiesta donde la borrachera es aliada perversa. Realmente yo no sé la razón de tanto afán de fiesta, fiesta y más fiesta, cual si la enfermedad o vejez, por poner dos causas inherentemente humanas tan serias, no fueran cosa nuestra; claro está, hasta que nos toca de plano donde cambia la perspectiva y a tomar por saco toda frivolidad, por muy incentivada desde la Administración que esté por ésta que sí se encuentra mejor de fiesta en fiesta que en la abnegada tarea de búsqueda de soluciones a los mayores problemas. Hasta sería preferible a un turismo de fiesta abusivo, y aquí no entro ahora en debates morales, no ya un turismo pobre de peregrino sino incluso un turismo de suicidio como el suizo donde se ayuda a morir a quienes por dolor insoportable, pronóstico sin esperanza o enfermedad terminal, eligen este adiós, goodbye, arrivederchi a la vida, o hasta aquí hemos llegado. Por supuesto, ya me gustaría ver más turismo de museos, entre otras cosas porque a narices después de ver el fusilamiento de Torrijos pintado por Gisbert y que se admira en el Prado, por poner un ejemplo, necesariamente no puedes querer pasar por la vida solo acompañado por un Larios con Schweppes o mucho tinto de verano. Indudablemente no es lo mismo que alguien viaje a nuestro país para llenarse de cultura o disfrutar del bello paisaje y nuestro más diverso carácter que alguien viaje dejando de observar cualquier idiosincrasia diferente por flaco favor de la cogorza que coge ya en frontera y que resulta igual en Inglaterra que en Sanxenxo o Almendralejo. 

Resumiendo, lo que menos apetece soportar, ni por simple contacto de observación a través de imágenes de telediario, es un turismo de pandillas turísticas de fuera que vienen a nuestro país con el único reclamo de fiesta, ¡viva España de fiesta y pandereta!, que nos lleva hasta extremos de Barceloneta donde alquilan pisos de manera ilegal para que campen jóvenes a sus anchas, y bien anchas borracheras, sea en bolas, en bragas, sea con la cínica vestimenta oficial y permisiva de que lo único que cuenta en su mentalidad turística es el número (ya no el número 1.999.999), aunque nos meen todas las esquinas donde habita el ciudadano común que no puede permitirse ser turista ni siquiera por escapar de su barrio mientras impera este olor nauseabundo que las autoridades ‘distantes’ no aprecian. ¡Turismo, sí!; pero cívico.

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