Opinión

A PROPÓSITO DEL ALZHEIMER

Esta semana se ha conmemorado el “Día Mundial del Alzheimer”, una ocasión que invita a reflexionar sobre esta enfermedad y a recordar -nosotros que podemos- que somos, como dijera Borges, nuestra memoria. Por eso hoy querría compartir con ustedes dos historias.

La primera es la de un señor al que conocí hace más de diez años en un viaje en tren. No recuerdo su nombre y tampoco hace al caso. Sí recuerdo que era buen conversador, que estaba casado, que no tenía hijos y que acababa de jubilarse. Eso y que la vida había dado al traste con todos sus planes porque, poco tiempo antes, a su esposa le habían diagnosticado el mal de alzheimer. Desde entonces, él se dedicaba en cuerpo y alma a su cuidado: la aseaba, la vestía, le daba de comer, la acostaba... E incluso me confió que se levantaba de madrugada para visitar el cuarto donde ella dormía y comprobar que estaba bien. Y así día tras día, noche tras noche. He olvidado el nombre de aquel hombre, pero no he olvidado su testimonio. Era un marido verdaderamente abnegado, sabedor de que, como dijera la Madre Teresa de Calcuta, hay que amar hasta que duela.

La segunda historia que quiero contarles me toca más de cerca. Es, como todas, una historia con nombre y apellidos, aunque con un nombre y con unos apellidos que sí recuerdo: los de mi abuela materna. Ella fue, durante muchos años, una víctima más del alzheimer. Como en tantos otros casos, la enfermedad devastó completamente su memoria hasta que llegó al punto de no recordar siquiera quien era. En su ancianidad volvió a ser como una niña, necesitada de todo el cuidado y, por supuesto, de todo el cariño del mundo. Ese que le prodigamos sus familiares y, muy especialmente, aquellos que tuvieron la fortuna, asumiendo no pocos sacrificios, de atenderla en su día a día. Ese cariño con el que le demostramos que, aunque ella se hubiese olvidado de nosotros, nosotros nunca podríamos -y no hemos podido- olvidarnos de ella.

El escritor francés Jean Paul sostenía que “la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados”. Se equivocaba: el alzheimer lo desmiente. Aunque, por fortuna, los hechos también prueban que nos queda un paraíso inexpugnable contra el que nada puede esta fatal enfermedad: el amor. Y eso es algo que, si el alzheimer nos respeta, nunca deberíamos olvidar.

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