Opinión

QUINCE AÑOS DESPUÉS

Si le pregunto dónde estaba tal día como ayer pero hace un año, es posible que no sepa responderme y que, en el mejor de los casos, acierte a decirme que estaba trabajando o que veraneaba en tal o cual lugar. Pero si le pregunto dónde estaba tal día como ayer pero hace quince años, es seguro que recordará dónde se encontraba y qué hacía cuando le sobrecogió la noticia de la muerte de Miguel Ángel Blanco, aquel joven concejal de Ermua asesinado por ETA. Han pasado ya quince años desde aquellos días tristes en los que España entera salió a la calle para pedir la liberación de aquel chaval afable al que ETA había secuestrado días antes. Quince años desde que el Gobierno de la Nación se negase a ceder ante las exigencias de la banda terrorista. Quince años en los que ETA ha seguido extorsionando, amenazando y, fiel a su misma esencia, asesinando como y cuando ha podido. Quince años en los que los que esa jauría no ha renunciado a su afán criminal ni a sus prácticas mafiosas y en los que incluso se ha servido a conveniencia de las mal llamadas 'treguas'.


Ahora, tantos años después, no sabemos qué habría sido de aquel joven, hijo de emigrantes ourensanos, si esos malhechores no se hubiesen cruzado en su camino. Es posible que se hubiese casado con su novia, que hubiese tenido hijos, que siguiese tocando la batería y que estuviese preocupado, como todos los españoles de a pie, por la crisis y por sus terribles consecuencias. Y que continuase visitando, de vez en cuando, esta provincia que tanto quería y donde ahora descansan sus restos mortales.


Eso es lo que podría haber sido pero no fue. Y no lo fue porque el Estado de Derecho, lejos de amilanarse ante el chantaje de ETA, supo ser firme y defender los derechos y las libertades de todos los ciudadanos, incluidos los de aquel joven al que los terroristas mataron descerrajándole dos tiros sin compasión. Eso fue hace quince años. Hoy, transcurrido ese tiempo, vemos que los que aplaudieron aquel acto vil han vuelto a ocupar escaños en ayuntamientos y diputaciones e incluso en las mismas Cortes. Y ante eso cabe preguntarse si no hemos claudicado ante el miedo o la ingenuidad, si no estamos desconociendo la esencia misma de nuestra democracia y, sobre todo, si no estamos ofendiendo la memoria de quienes, como Miguel Ángel y tantos otros, lucharon y murieron por ella.

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