Opinión

Espectros en el seminario

Tenía los ojos completamente pegados y tuve la intención de desobedecer al pequeño despertador, darme la media vuelta y seguir durmiendo con aquel ruge-ruge de mis tripas desconsoladas. No pude hacerlo porque entonces Pancho, aquel madrileño flacucho que me caía tan bien, apareció recortado en la puerta de mi cuarto.

-Habíamos quedado en que a las tres estaríamos todos en el pórtico del Aula Magna -dijo medio enfurruñado-.

No era normal su enfado. Es decir, no le era propio enfadarse nunca. Ni siquiera cuando le dijimos, por marear, al profesor de Pastoral que a Panchito esa asignatura le parecía un rollo porque allá en Madrid no daban esas bobadas. Ni siquiera entonces se irritó y a lo más, a lo más, dijo: “Pero mira que sois pazguatos”. El plan, aprobado en consenso, estaba perfectamente diseñado. Claro que no contábamos con lo que nos ocurrió cuando íbamos bajando.

Entonces, a media luz, descubrimos cuatro figuras planas. Vistos de canto tendrían el grosor de un papel A4. Parecían estarnos esperando. Sotanas negras, sobrepellices blancas y caras de otro mundo, puro mentón y huesos auténticos de camposanto. 

A uno de nosotros le entró la risa fingida y allí nos pusimos todos a reírnos a lo exagerado, para disimular el miedo, cayéndonos por los lados.

-¿Tenéis medo? ¿Os producimos espanto? -dijo el espectro flaco entre los flacos-.

-Señores de ultratumba, no lo tomen a mal, pero sepan que nosotros más que miedo tenemos hambre y flato.

-Nosotros también. Aquí estamos ayunos, desde hace muchísimos años, y nos propusimos no marcharnos de este mundo sin darnos un empacho.

Hicimos tanto ruido y follón, que aquel santo profesor salió al pasillo con el alzacuellos colgando del bolsillo derecho y medio desgarbado.

-¿Qué pasa aquí? -gritó, creo que, con un poco de miedo, haciéndose el jefe del mambo-.

Y alguien, que no recuerdo y estoy seguro de que no fui yo, pues ya en aquellas era más cándido que una colección de figuritas de Lladró, de caolín y cuarzo, explicó:

-Gastroenteritis señor profesor. Que estamos malos de la tripa. Que seguro que nos hizo daño la escueta sopa con tres habas y dos garbanzos.

-O sería el arroz, que ya llevamos días cenándolo como si no existiese otra cosa. Es un arroz roto, blanquecino y con un olor a húmedo muy profundo… como si estuviese pasado.

Sonrió aquel hombre bueno, lo cual me hace suponer, que no se la dimos con queso, que de dónde íbamos a sacarlo. Pero… como había sido cocinero antes que fraile, nos llevó a la cocina y en un pis-plas nos preparó unas tortillitas de dos huevos con jamón que estaban deliciosas con sus trocitos de ajo. 

-Gracias don Abrahán. Usted debería ser nombrado rector. Usted entiende cómo ha de llevarse, por lo moderno, un seminario.

Entonces respondió con aquella carita de búho sabio, no exenta de un rictus de desenfado:

-Eso, allá en Madrid, es lo más recomendado, pues dicen que unas buenas tortillas, para los dolores de barriga, son manos de santo.

 De pronto aquellos espantajos, los espíritus del hambre, cual un eructo se desvanecieron en el acto.

 En aquellos años era una oportunidad, si se quería estudiar siendo de aldea, hacerlo en el Seminario.

Y yo espero que usted, el próximo domingo, después de darse un baño, y comiéndose un bocata, lea con fruición este relato, en La Región, en esta esquina que les gusta tanto.

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