Opinión

El misterio viaja en preferente

Nos llevamos un buen susto. Un tren tan moderno como el AVE se había parado. Aparte de producirme ansiedad, me provocaba turbación y sobresalto.

No habrían pasado tres minutos y de nuevo la luz nos dio tranquilidad, aunque a mí no del todo. Ahora a mi lado se había sentado, en ese tiempo vacío, un hombre anciano. ¡Qué extraño! Las manos esqueléticas y llenas de esas feas manchas marrones que vienen con la edad, hacían girar una gorra que primero supuse irlandesa y después decidí que era una “pico de pato”. Los pantalones de pana no le daban un aspecto pueblerino pues se combinaban a la perfección con aquella bufanda a cuadros.

Como vio que yo le miraba extrañado, sonrió con una leve mueca y arqueó las cejas. Esperé que dijese algo, pero no lo hizo. Sacó del bolsillo izquierdo de su bléiser una pipa antigua, y vacía.  La mordisqueó como quien ha vivido años investigando, suponiendo, haciendo conjeturas… tal vez vaticinando. Pasó una azafata, esa de pelo grasoso y lacio, y le entregó un pequeño paquete envuelto en papel de estraza con un sencillo cordón rojo en lazo.

Posiblemente porque nada resolvía sobre mi acompañante, como nada necesitaba saber del todo, como el silencio ocupaba el vagón del uno al otro lado…me quedé dormido como un santo. Es costumbre. Cuando despierto de ese sopor y aún permanezco con los ojos cerrados, los párpados se vuelven casi translúcidos y me pongo a pensar no en grandes cosas como un filósofo: qué pintamos en este mundo, a qué habremos venido, qué se espera de nosotros, si somos o no felices amando a quien amamos. Yo en pequeñas ando: si llegaremos al destino, como prevé el billete, entre las siete y dos minutos y las siete y cuarto.

Luego cuando percibo alguna vibración diferente, puede que un pequeño ruido, voy abriéndolos despacio como una persiana que se resiste haciendo visajes y doblándose en un tortícolis forzado. Así lo hice, pero entonces el susto fue mayúsculo. Ya no estaba el anciano. 

-Hola niño- susurré al jovencito. Me miró con atención como quien descubre un insecto bajo la hoja lanceolada de un castaño. También conservaba en la mano la caja pequeña, atada en rojo y de papel de estraza. Supuse que sería su nieto. No volvió el viejo. El chico se apeó con normalidad en la estación y desapareció.

Se compran ahora menos periódicos de papel. Solemos consultarlos en un tris-tras en nuestro móvil. Ya no son palabras sino un sinfín de unos y ceros, locuciones frágiles y vagas. Pero yo, como hará usted, me compro de vez en cuando alguna revista, un semanario…por nostalgia.

Así lo hice y con tanta suerte que el hombre del quiosco de la estación me dijo burlón:

-Le ha tocado a usted un premio, el de consolación, este pequeño obsequio: la cajita atada con cordón rojo.

- ¿También a mí? - Me dije desconcertado, sorprendido, ofuscado. Me senté en suelo como lo hacía siendo niño, para abrir los regalos. Primero desaté, no sin dificultad el cordoncito colorado. Después rasgué perturbado el papel tostado.  Al fin… ¡Oh! 

En el fondo del pequeño cofre, sobre un fondo violeta…apareció un ojo que me miraba misterioso con su pupila azul. 

Mantuve la mirada y el ojo se fue disolviendo hasta que se convirtió en una pequeña llama que desapareció en un santiamén.

Entonces me penetró aquella última luz y comencé a ver de otra manera: trascendiéndolo todo, frunciendo el ceño como esos filósofos de la perspicacia. En fin, poniendo en marcha mi nivel de intuición. Gracias a ella se me ocurrió redactar para la posteridad este axioma:

“Todos llevamos en el corazón una caja con tesoro. Descubrirlo, depende de vivir lo que a uno le haya tocado en esta vida, sea lo que fuere, con ilusión”.

¡Qué pena! En ese instante la mano recia del revisor me agitó el hombro y me dijo:

- Caballero. Ya llegamos. Vaya usted despertando.

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