Opinión

Contrastes

Hay contrastes y paradojas que se nos aparecen a cada instante. El silencio más solemne puede atronar en nuestra conciencia con más que fuerza que el mayor de los griteríos; el rugido del mar, en cambio, nos mece el sueño como una nana pese a la bravura de las olas al batir contra la costa. Hay palabras hueras que nunca dicen nada, y hay miradas como lanzas que se te clavan en las entrañas y te lo dicen todo. Son estas discordancias íntimas, complejidades propias del ser humano, pues hasta el más simple de las mortales logra a veces su pequeña dosis de sofisticación, para recobrar después toda su simpleza. Con nuestros vaivenes y humores cambiantes hemos de convivir todos a diario, y el color que ayer detestábamos de repente nos empieza a encandilar; y aquello que rechazaste antaño hoy lo aceptas porque alguien te ha convencido de su bondad.

Los gustos y preferencias nunca son eternos. Solo lo es el amor incondicional, por eso es universal. Y sin embargo todas esos aparentes zarandeos o incoherencias no hacen sino enriquecer la propia vida; nos vamos sorprendiendo y vamos descubriendo en los otros un ser cambiante, distinto, dentro del mismo ser. No solo, parafraseando de modo pedante al filósofo, tú eres tú y tus circunstancias, sino también tus caprichos, veleidades, apegos o desapegos, risas y llantos, entrelazados ambos como una sola emoción. Esa es la verdadera riqueza del ser humano.


Luego hay otras paradojas de más difícil explicación; obedecen a decisiones tomadas por entes colectivos, poderosos, que funcionan con voz única, precisamente para ahogar a la disonante. Ahí está mal vista la pluralidad. Paradojas que tratan de soslayarse con argumentos falaces que rara vez obedecen a la verdad. Pero como diría el maldito Goebbels, una gran mentira repetida una y mil veces, acabará a la postre convirtiéndose en verdad. Y así nos repiten unos, con una sola voz, que en esta vieja casa que es Europa ya no nos queda sitio para nadie más.

Y la voz única nos dice que hay que cerrar fronteras, levantar muros, aplacar, contener, rechazar las turbas que pretenden  guarecerse en nuestro territorio escapando de “su guerra”, de “su conflicto”. Aquí no queda sitio para nadie más. Europa envejece, Europa se arruga, Europa no pare niños, Europa no puede hoy garantizar las pensiones de los que en treinta o cuarenta años querrán dejar de trabajar. Pero Europa, ya se sabe, no tiene sitio para nadie más. Son las paradojas crueles que envilecen en lugar de enriquecer. 


Y hay, finalmente, imágenes que nos conmueven y nos invitan a la reflexión; la semana pasada vimos la del niño Aylan, muerto en una playa del Adriático; estos días nos llenó de rabia la de la periodista húngara Petra László, quien al tiempo que grababa la carrera de refugiados que escapaban de un cordón policial en la frontera serbio-húngara, los golpeaba y zancadilleaba, hasta incluso hacer caer al suelo a un padre que llevaba a la carera a su hijo en brazos. Rastrera y miserable. Pero a veces de la desgracia sobreviene la suerte y la solidaridad. Me gusta, me gusta mucho la paradoja que nació tras esa escena tremenda: Osama, así se llama el sirio zancadilleado, era entrenador de fútbol en su país; enterados de este detalle, los responsables de un centro de entrenadores en Getafe han decidido acogerlo para que pueda impartir en él sus enseñanzas.

Y así, mientras, ojalá, inculque a sus alumnos la necesidad del juego limpio y la nobleza en el campo, se acordará de la zancadilla de la racista que, a buen seguro, ahora se está revolcando en su miseria. Me gusta la paradoja de la zancadilla que, lejos de derrotar al que busca desesperado su salvación, le abre el camino de ésta. Y es que nunca un traspiés acabó con tan buen pie. Para mayor cólera de la xenófoba infame.

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