Opinión

Fuera de onda

L legué tarde al mundo de los teléfonos inteligentes (la inteligencia, a veces, se la suponía renuente al dueño de aquéllos). Me resistí durante cierto tiempo a ese extraño hechizo alienante provocado por un aparato de 5x13 cm. Un invento que jodía tertulias, conversaciones y sobremesas tras una buena cena desde el momento en que uno sacaba el aparato, se evadía del resto y empezaba a «navegar» por su mundo virtual. A veces se le unía algún otro, que también ponía el suyo encima de la mesa, provocando el cisma total. Entonces era mejor levantarse y salir por piernas, pues la interpelación frente a oídos sordos está abocada casi siempre a la desesperación. He de reconocer que, años después de aquel furor, ando yo también con uno de esos artilugios, pues para el trabajo y la agenda su ayuda no es desdeñable. Mas aún me considero libre de la férrea esclavitud que imponen esos teléfonos a la mayoría de sus usuarios, que además cambian cada seis meses de modelo, insatisfechos por no tener en cada instante de su vida la versión más moderna (y cara) del mercado. Pobres, qué mal lo pasan. El caso es que la lucha contra la tiranía que la tecnología impone en nuestra vida doméstica es batalla perdida, y solo podemos retrasar lo inexorable estirando, hasta donde sea posible, la libertad que nos cercenan tan a menudo esos malditos artilugios, que algún listo publicista nos vende con el grosero lema de que «con ellos tu vida será mucho más sencilla».

Y sin embargo todo puede llegar a ser aún mucho más pernicioso: ya no se trata de que nuestra realidad supere cualquier ficción, sino de que ambas dimensiones se funden y confunden de tal guisa que, como fruto insano de una paranoia colectiva, ahora caminan entre nosotros seres extraños, muñecos diabólicos, ¿virtuales?, que son el mayor objeto de deseo. La gente se vuelve loca y va tras ellos por las calles, iglesias, edificios públicos y discotecas, como locos paparazzis. Los quieren atrapar a toda costa, aprehenderlos, hacerlos suyos. Esos extraños seres nos han invadido, pero no han llegado de otros planetas ni galaxias. Los Pokemon han surgido de la diosa tecnología, que ha encontrado en nuestra débil naturaleza humana el caldo de cultivo perfecto para desarrollar sus maquiavélicos, perversos planes. Y lo conseguirá. Pokemon Go es la nueva aplicación para móviles que causa furor en el mundo entero entre jóvenes y otros que ya no lo son. Y lo que parece una estupidez —perseguir imágenes de muñecos que solo ves tú en tu pantalla, ¡loco!, para hacerlos tuyos y entonces poder atrapar a otros, y así sucesivamente—, es la nueva distracción social. Manda huevos. Y les juro que no lo entiendo, de veras. Me matan y no lo entiendo. Esta mañana vi a uno de estos paranoicos. Existen, yo los he visto; caminaba como autómata, rígido, con el teléfono al frente, enfocando a un punto determinado del camino por el que yo corría. Sentí el impulso de acercarme, preguntarle si estaba ben, si necesitaba algo. Enseguida me di cuenta de que estaba cazando un Pokemon, en otra onda. Creo que hasta hablaba solo. Me separé de él, por si acaso. Quién sabe. No quiero sufrir ese trastorno. Al menos mientras pueda evitarlo.

Cuando era un chaval, si veíamos a alguien hacer alguna tolería estúpida, decíamos: «A unos se les da por chupar candados, a otros por afeitar bombillas, y a otros por tirar piedras a los aviones». Queríamos decir que el tipo estaba como las maracas de Machín. Hoy, a lo mejor tenemos que cambiar el cuento: «Este tío está tan loco, que le da por perseguir muñecos por la carretera».

Pero quizás el raro sea el que no le acaba de ver el gusto a este juego de persecución de bichos que no existen. Quizás estemos fuera de onda. O puede que usted no. ¿Cuántos Pokemon ha cazado hoy?

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