Opinión

PRESUNCIONES

H asta dónde llega la presunción de inocencia? ¿Dónde está ese invisible límite que, traspasado, permite cambiar la percepción de una persona porque esa presunción ha sido destruida? Y sobre todo, ¿han de aplicarse estas mismas reglas a los políticos, o por el contario hemos de privarles antes de esa condición y en su lugar aplicarles un rasero distinto y más riguroso, precisamente por la gravedad de los intereses que manejan?


La presunción de inocencia la portamos como garantía constitucional. Es como una gran reserva que se mantiene intacta, y constituye una coraza, una salvoconducto de rectitud pese a que existan indicios de malas artes que apunten directamente al corazón. Nadie es infalible; la tentación, a veces, es muy fuerte. Y lo prohibido embauca y enreda. A veces caemos. Pero el crimen perfecto raramente existe, y es usual que se dejen por el camino rastros de ese proceder ilegal. Entonces nacen las primeras sospechas basadas en indicios incriminatorios. Nada de tonterías, ojo, que la policía no es tonta.


Pero por ahora que nadie se apure, somos inocentes; sospechosos, sí, vale, pero también inocentes, cualidades de difícil encaje al mismo tiempo. Esas sospechas que albergan las fuerzas policiales se trasladan al juez, que a la vista de esos antecedentes impone la etiqueta de imputado. Entonces la cosa se complica: ¿Sigue siendo inocente el imputado? Sí, pero. Y ese pero es que uno ya no es inocente sino que se presume que es inocente. O lo que es lo mismo, ojo con ese tío, que algo hay.


Claro que esa imputación puede desaparecer si el juez archiva la causa contra él; si eso ocurre vuelva a lucir la inocencia en toda su plenitud y candidez. Pero si no es así, si el imputado se ve sometido a una acusación formal y es citado a un juicio para que se pueda defender de esas acusaciones, su presunción se pone en el tapete, y la sentencia que se dicte dirá si es culpable. Porque de eso trata un juicio penal: de la intención de algunos (los que acusan) de desmontar la presunción de que el que está en el banquillo es inocente, y el afán de otros (los que lo defienden) de que no se ha podido desmontar tal presunción.


Culpable. El juez, tras haber preservado todas las garantías que asistían al encausado, sopesado argumentos y analizado las pruebas y la ley aplicable al caso, ha llegado a la firme convicción de que era culpable del delito, y lo ha condenado. No solo no lo presumió inocente sino que lo consideró culpable. Pero la pena impuesta no se puede ejecutar porque la sentencia no es firme y que cabe recurrirla ante una instancia superior que, llegado el caso, la podría revocar; surge entonces una duda clara que se ha puesto de manifiesto en casos recientes de la política española: ¿Se ha de mantener, siquiera sea como tratamiento protocolario, la presunción de inocencia para quien ha sido condenado por un juez tras un juicio oral con todas las garantías, por el hecho de que esa sentencia pueda ser recurrida?


La pena no se puede ejecutar mientras quepa ese recurso, pero esa no es la cuestión. La sentencia se ha dictado por un juez o tribunal que tiene por máxima respetar esa presunción si alberga la más mínima duda. Y pese a eso lo ha condenado. ¿No se vuelven entonces las tornas? Les dejo ahí la polémica, de actualidad tras la sentencia que condena a Carlos Fabra a cuatro años de prisión por delitos fiscales. El condenado se ha apresurado a decir que recurrirá la sentencia, argumento que ha bastado a la señora De Cospedal para defender su presunción de inocencia y así justificar la numantina defensa que de aquél hizo el partido poco tiempo atrás. ¿Fabra presunto inocente, o Fabra presunto culpable, ahora que ha sido condenado? Como siempre, depende del color con el que se mire. Y que sea político es, ya se sabe, una mera coincidencia.

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