Opinión

VIDAS

El tipo se levantó tarde ese día; tras una refrescante ducha, y con el café aún humeante se sentó delante de su ordenador, transido de la necesidad de plasmar en el documento en blanco unas ideas que ahora en cambio aparecían espesas, como si se malquistasen con pensamientos atribulados. No encontraba la expresión correcta, la palabra sencilla, directa, comprensible, vacía de pompas inútiles. Quizás no sea un buen momento para escribir, pensó. O puede que nunca lo sea, que nunca sea capaz de desarrollar las escenas concebidas la noche anterior entre sueños que no llegaron a serlo, vislumbre de lo que podría ser una historia digna de contar. Escribía unas pocas líneas, las leía y releía, y acto seguido borraba lo escrito, insatisfecho y al punto desesperado. Así una y otra vez. Y sin embargo, ¡qué claras se le habían aparecido las imágenes la noche anterior! ¡Qué ordenados se habían dispuesto los personajes, los diálogos y los escenarios en los que se movían, en perfecta orquestación! Maldijo la hora en que, en ese instante de la madrugada, no había saltado de la cama para sentarse enfrente de la pantalla y convertir en palabras lo que tan fresco y real se le había anunciado; le hubiese bastado con dejar fluir las sensaciones, con abandonarse a las ensoñaciones para que fueran éstas las que lo guiaran por el teclado del ordenador, obedeciendo los impulsos del alma abierta, como obedece el fiel amanuense el dictado de su emperador. Pero no lo había hecho, y ahora todo era confusión y aspereza. Nada de lo que escribía servía para expresar las emociones sentidas unas pocas horas antes.


Trató de serenarse y de tomar distancia. Se levantó de la silla y se asomó al balcón. Era una mañana clara y soleada. Cerró los ojos y dejó que el viento de poniente bañase su rostro, sintiendo la caricia fresca en todos sus poros. Luego bajó la mirada hacia la calle. Escuchó el trasiego bullicioso de la ciudad. Observó a los transeúntes por las aceras de la arteria principal; vio a mujeres solas, y también a otras acompañadas de hombres que le daban la mano, que las cogían del hombro, o que simplemente caminaban a su lado; vio a parejas, algunas de ellas enredadas en conversaciones banales, y otras calladas, como si no tuviesen nada que decirse, o ya se lo hubiesen dicho todo en la vida; vio a ancianos desvalidos que a duras penas eran capaces de caminar, como si cada paso fuese el último capaz de dar; vio a hombres que deambulaban perdidos, hablando para sí, dándose y quitándose razón en soliloquios ininteligibles; vio a chavales corriendo por la plaza, ajenos a los avatares que el futuro les pudiese deparar, inconscientemente felices; vio al mendigo pidiendo en la entrada del supermercado con el muñón al descubierto, apelando a la caridad y a la buena conciencia de los que salían cargados con bolsas de comestibles; vio a padres que asían de la mano a niños que saltaban alegres, o en cambio protestaban remolones; vio a hombres y mujeres que empujaban carritos de bebé y hacían muecas y carantoñas y producían sonidos guturales ininteligibles, ajenos a lo que pasase a su alrededor, como si toda su existencia vital se concentrase en las minúsculas piernecitas que pataleaban y sobresalían por encima del capazo; fue observando las gentes, tan distintas y tan iguales a la vez, aquí y en todos los lugares del mundo.


Se sentó delante del ordenador y empezó a escribir. Escribió sobre seres anónimos, sobre hombres y mujeres que son capaces de construir otras vidas, otros seres por los que se vive, se lucha, se sufre, y a veces se muere. Y las palabras manaron a borbotones.

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