Opinión

Teatro del absurdo

Imaginemos que la entrevista celebrada por Mariano Rajoy y Carles Puigdemont hubiera tenido lugar cien días atrás y no el pasado miércoles. Imaginemos que por esas mismas fechas se hubieran celebrado reuniones serias, entre los cuatro principales partidos políticos, para llegar a un acuerdo de gobierno y de oposición. Imaginemos que el ministro de Industria, José Manuel Soria, no padeciera amnesia empresarial. Imaginemos que los papeles de Panamá fueran realmente producto de la investigación del Ministerio de Hacienda sin las bravatas de Montoro. Imaginemos que el PIB, el déficit, la deuda pública, la balanza de pagos y demás macrocifras fueran reales y se negarán a pasar por la sala de maquillaje partidista. Imaginemos que las encuestas y sondeos fueran pura imaginación sin posibilidad de influir en el débil espíritu de nuestros elegidos en las urnas. Entonces estaríamos imaginando un país normal.

Pero no. Todos los elementos enumerados, a los cuales podríamos sumar un centenar más, forman parte del guión del teatro del absurdo donde se escenifica la vida pública nacional de nuestros días. Un teatro donde el telón siempre se levanta con retraso, para cansancio y cabreo del público, dando paso a una tragicomedia destartalada. Dividida en tres actos, en el primero pretenden asustarnos con el independentismo, en el segundo desean justificarse con la caída de la economía de la corrupción, y en el tercero sueñan con alcanzar la gloria de la pureza negociadora.

El espectador se pregunta por qué ahora ese encuentro entre el tozudo catalán y el bizarro castellano. ¿Ha cambiado algo? No. Ni antes ni después de la foto y los regalos. El independentista quiere construir su propio estado a partir de su afirmación nacionalista. Del mismo modo que se construyeron en el pasado la mayoría de los estados democráticos actuales. El centralista no quiere repartir su estado en un siglo donde ya no median guerras ni conquistas territoriales. ¿Qué hacer, entonces? Un diálogo absurdo.

El espectador se pregunta por qué el Ministerio de Hacienda es tan eficaz con los débiles y tan insensible con los poderosos. ¿Cómo es posible que expresidentes y exministros, conocedores de los mecanismos de evasión de capitales e impuestos, en lugar de poner los medios para salvaguardar la patria expatrien sus capitales? La respuesta oficial se centra en la desmemoria, el chanchullo y el cabreo contra la propia administración funcionarial del Estado esquilmado.

Y mientras todo esto sucede sobre las tablas de la impunidad, los líderes en posesión de la voz y del voto de los ciudadanos se desgañitan demostrando su ineptitud para el diálogo y el acuerdo político, base real –y no simplemente mediática- de la democracia. Perdidos sobre el escenario, temerosos de la ley de las encuestas, traidores al mandato de las urnas, solo se les ocurre pedir un árbitro independiente, no elegido por la ciudadanía. Cae el telón y esperan que les aplaudamos.

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