Doña Pepita

n n nCasi centenaria, nos ha dejado el lunes una de las mujeres más fuertes de espíritu, capaz, al quedar viuda, de marcarse el único objetivo que marcó su vida: que sus hijos estudiaran carreras universitarias y se crearan un futuro entonces cierto.
Efectivamente, pudo ver en vida que los tres habían aprovechado su sacrificio, habían forjado su futuro y, en compensación, la adoraban. Es muy duro pasar de un estatus social y económico altos, a coger el tren camino de un país, un idioma y unas costumbres que le eran extraños. Pero no lo dudó y se lanzó como una emigrante más, a ganar un dinero que estaba seguro iba a rentabilizar procurándole cultura a sus hijos, el único bien inembargable, que bien rentabilizado, produce los mayores beneficios.

Doña Pepita, para quienes no la conocían, era la esposa del administrador jefe de Correos en O Barco, mujer sociable, de grandes sentimientos, cariñosa con todos, especialmente con los niños, generosa, valiente. De una madera que se ha extinguido, depredada por la sociedad de consumo que sólo propicia ambiciones y traiciones. Tenía muchas amigas, entre las que se encontraba mi madre, otra mujer que no necesitaba apellidos: 'Doña Carmiña', también de madera de roble. Ambas, porque aquí no había pan, o sólo se conseguia de estraperlo, tomaron el tren camino de Castilla y volvieron a casa con unas hogazas para que no les faltara ese bien preciado a sus hijos. Corriendo riesgos de ser detenidas o, cuando menos, requisado el pan que habían pagado con un dinero que tanta falta hacia en 'los años del hambre'.

Mujeres fuertes, que consolaban a todos en la desgracia, cuando ellas tanto necesitaban ser consoladas. Mujeres caritativas, que compartían no lo que les sobraba, sino parte de lo que buena falta les hacía. Que veían que otros lo pasaban peor, que había pobres vergonzantes. Y allí iban ellas con el paquete en la mano, siendo recibidas con lágrimas en los mismos ojos que luego brillaban con intensidad una vez que degustaban un trozo de pan al que no le faltaba un chorizo o un trozo de tocino. Y todo en silencio, sin alardes ni publicidades, sólo lo sabíamos los hijos de estas buenas mujeres de las que tan orgullosos nos sentimos.

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