La Eneida renovada

La Eneida nace en los años en que Roma celebra el fin de las guerras civiles y el advenimiento de una era de paz y prosperidad. En el año 29 a. de C. se proclama oficialmente el triunfo de Octavio. Al año siguiente se reedifica y consagra el magnífico templo de Apolo en el Palatino. En el 27 a. de C. el Senado proclama al vencedor de Accio, Augustus, elevándolo definitivamente sobre todos los demás mortales, al añadir este título a los de Caesar Imperator de que Octavio ya disfrutaba. Roma inaugura entonces un sistema político nuevo, aunque mantiene las tradicionales magistraturas y el antiguo Senado.
En esos primeros años del Imperio, cuando Augusto busca una propaganda que haga aparecer su actuación política como algo fatídico y providencial, presentándose a la vez como el heredero de un pasado prestigioso y el fundador divino de un orden nuevo, es cuando Virgilio, el príncipe de los poetas latinos, comienza a escribir la gran epopeya romana La Eneida. Incomparable poema que refleja la grandeza de un pueblo, donde los dioses se nos muestran como hombres, sin perder, no obstante, su dimensión humana.

Dos mil años después, en el contexto político de la transición española, sucedió algo similar. El rey se presenta como el heredero de un pasado para muchos glorioso -como atestiguaba aquello de una, grande y libre en las monedas que por entonces se acuñaban con la cara del dictador-, para otros tantos cuanto menos tenebroso, y, simultáneamente, como fundador de un orden nuevo. Lo que sucede es que nuestras aventuras de Eneas, a quien la tradición romana atribuyó los orígenes de su imperio, al contrario que en la colosal obra maestra imperecedera, en nuestra piel de toro los hombres se presentan como dioses. Basta con ver las apariciones de algunos en los últimos días y la incesante publicación de memorias de aquellos que algo tuvieron que ver con lo acontecido, auténticos compendios de verdades absolutas. Como decía Augusto Comte, sólo hay una máxima absoluta y es que no hay nada absoluto y vivir para los demás no es solamente una ley de deber, sino también una ley de felicidad.

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