Más de 40.000 ourensanos subsisten con solo la mitad del salario mínimo

Levi, en su ubicación habitual de la calle Ervedelo, donde pide dinero cada mañana.
photo_camera Levi, en su ubicación habitual de la calle Ervedelo, donde pide dinero cada mañana.
Cinco ciudadanos que sobreviven pidiendo limosna relatan su día a día para salir adelante: “Me da para comida y café” 

Más de 40.000 ourensanos, un 13,5% de la población de la provincia, sobreviven con menos de 7.500 euros al año -apenas llegan, o ni eso, a la mitad del salario mínimo actual, situado en 14.000 euros anuales-. Así lo refleja el Atlas de Distribución de la Renta por Hogares del Instituto Nacional de Estadística, que pone negro sobre blanco la realidad social de todas las provincias y muestra que Ourense sigue siendo la gallega en la que más personas viven sin llegar a umbrales económicos dignos, si bien no es ni de lejos la que está en peor situación de España. 

Según estos datos, son 41.400 los residentes en Ourense que viven actualmente con rentas inferiores a la mitad de un salario mínimo, sea por trabajos precarios, ayudas sociales insuficientes o pensiones muy bajas. De ellos, casi la mitad (20.500, el 6,7% de la población) ni siquiera llegan al umbral de los 5.000 euros anuales. Muchos viven directamente de la caridad de otras personas para sobrevivir. 

Tímida mejora

La situación sigue siendo muy precaria para miles de ourensanos, aunque ha mejorado con el paso de los años. Un lustro atrás, era un 19,5% de la población provincial la que sobrevivía con menos de 7.500 euros al año, lo que representaba más de 60.700 personas en esta situación, mientras que más de 30.000 ni siquiera tenían 5.000 euros al año para vivir.

Las cifras asustan, aunque hayan menguado. Detrás de ellas hay historias personales, dramas humanos y, también, dosis de mala suerte, que han llevado a las cinco personas que se retratan en estas páginas a engrosar la lista de ese 13,5% de la población que no tiene casi ni qué llevarse a la boca y se ven abocados a poner la mano en medio de calles en las que, a veces, se sienten invisibles.

Ni pena ni gloria, solo hace falta paciencia

Levi abandonó su Rumanía natal hace 22 años para buscar una vida mejor. Llegó a Ourense, aprendió a leer y escribir en español en tres meses y se encontró por el camino a amigos que lo ayudaron en su odisea por esta ciudad, de la que ahora asegura que siente un fuerte arraigo. 

Cada mañana, el rumano se levanta a una hora prudente y toma un café, o a veces un té. Hace algo de ejercicio -“por salud”- y arrastra su desgastada silla de ruedas hasta la calle Ervedelo, donde pide dinero durante tres horas. Por la tarde, suele buscar un parque tranquilo en el que descansar y, a veces, vuelve a tomar un café (siempre a las cinco). Lleva repitiendo esta rutina desde hace cuatro años y se erige como un guardián entre el centeno de los viandantes. “Yo me siento bien, pero veo tristeza en la gente, sobre todo después de la pandemia”, comenta.  La crisis derivada del covid y elevada tras la última subida de precios también llega a él, el último de la fila. “Las familias tienen menos dinero, lo ves y lo dicen, pero me siguen ayudando igual, como pueden”, explica. 

Levi no tiene un espíritu derrotista, pero es consciente de su circunstancia personal. Pide porque necesita dinero para comer: “El dinero me da para alimentarme y para el café. No tengo una vida diferente ni peor que la de otras personas, solo mucha paciencia”, declara. Sin embargo, le acecha un problema urgente: “Me caducó la documentación hace cuatro años. Fui al consulado de Rumanía en Vigo y me dijeron que tenía que volver a mi país de origen para arreglarlo. No puedo viajar por el dinero, así que me cortarán el grifo de ayudas”, explica. 

Ahora recibe una pequeña pensión, pero se enfrenta al pago de facturas varias. Convive con una mujer que le deja quedarse en su casa desde hace tres años, pero “padece un problema de salud mental y muchas veces me echa, por temporadas. Me enfrento a problemas de agresividad en muchas ocasiones”, relata. 

Levi tiene un familiar en la ciudad, el hijo que tuvo con su conviviente. “Me ocultó durante un tiempo su existencia y lo dio en adopción. Tiempo después descubrí que tenía una buena vida con otra familia y, aunque me gustaría conocerlo, supongo que es mejor así”, dice el rumano. 

Otro hándicap diario es el estado de su silla de ruedas, herramienta imprescindible para su movilidad. “Lo ideal sería poder cambiarla -o ponerla a punto- cada seis meses, pero no tengo dinero para hacerlo, llevo con la misma casi tres años”, dice. 

Es lo único que lo frena, dado que su uso le es indiferente: “Me es natural,  hasta me subo a los autobuses sin que suban la rampa”, afirma Levi. 

Mientras relata su historia, numerosos viandantes le interrumpen para darle una limosna. Algunos son conocidos, otros extienden la mano por primera vez. Él a todos contesta: “Que Dios te bendiga, pásalo bien”.

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