Opinión

El bachaqueo habitual

Dejó advertido Camoês que mudam-se os tempos, mudam-se as vontades, pero yo no estoy completamente seguro de que sea así como ál nos dijo. Cambian los tiempos, detrás de unos vienen otros pero, como las voluntades no se determinen, difícil va a ser que mude nada. Incluso es de sospechar, al menos yo así lo veo, que los tiempos acaben siempre por poner las cosas en su sitio. Generalmente las dejan como están y no suele pasar nada. Ya no es el primer dictador que muere en la cama, tan tranquilo, completamente satisfecho del deber cumplido y bajo la protección de mantos virginales, brazos incorruptos, indulgencias plenarias y bendiciones pontificias. No se me alteren los ánimos que me estoy refiriendo a Pinochet. ¿O en quién estaban pensando ustedes que podía estar yo pensando?

Ahora que ya soy septuagenario y a los viejos se nos disculpa casi todo puedo contar algunas cosas ya vividas sin ánimo de molestar y tan sólo por el placer de hacerlas pensando, eso sí, en que pueden ayudar a construir algo. ¿Lo qué? Seguro es que cada uno de los lectores ha de tener su propia opción a este respecto así que lo dejaremos a la elección de cada uno de ellos de forma que cada uno construya lo que quiera, la decepción o la esperanza, la alegría o la tristeza que produce contemplar al ser humano, ese mono desnudo y tantas veces sanguinario.

Siendo más joven de lo que soy ahora (y les aseguro que me siento bastante, bastante joven) almorcé una vez en el Palacio de Miraflores caraqueño en el que los presidentes venezolanos, mientras lo son, tienen fijado su residencia hogareña. Todos, todos, no. El actual, si no desalojó todavía a las herederas de su antecesor, no sé en dónde tendrá la suya. Pero les comentaba que una vez almorcé en Miraflores cuando quien residía en el palacio era Carlos Andrés Pérez. Pasó ya tanto tiempo que me permite pensar que es normal que cuente algún retazo de lo que allí escuché, a lo largo de una comida frugal y bien administrada.

Lo que allí oí, si mal no lo recuerdo, fue la exposición de una curiosa teoría según la cuál, un gobernante en el poder, está poco menos que en la obligación de ganar dinero para que, una vez que lo haya abandonado o haya sido desalojado de él, pueda seguir defendiendo sus ideales con las ganancias obtenidas gracias a la teoría expuesta. Ya me dirán ustedes lo qué les parece tan curiosa argumentación como la que sucinta y brevemente acabo de recordar para ustedes.

Es difícil que un país instalado en tales hábitos, por mucho que transcurra y cambie el tiempo, vea que también cambian las costumbres y se adaptan los hábitos antiguos a los que los nuevos tiempos hayan traído o podido traer.

El jueves hablábamos, aquí mismo, de que mientras las leyes no cambien y las nuevas, además de adaptadas a ellas, respondan a las nuevas realidades que los tiempos han planteado, poco o nada es lo que se pueda hacer. Pues bien, así sucede lo que Ortega y Gasset anunció respecto de la condición de nación de algunos pueblos: no basta con tener un territorio geográfica y climatológicamente diferenciado de los demás que lo rodeen; no es suficiente con tener una lengua propia, ni unos hábitos psicológicos distintos de los de los pueblos próximos, tampoco un derecho consuetudinario peculiar porque, si no hay voluntad de ser nación, todo eso, no sirve para nada. Incluso con leyes.

Oímos hablar de Venezuela a todas horas, con tanta y tan vehemente intensidad que igual se nos está velando la realidad de lo que allí sucede. ¿Y qué es lo que sucede? Pues me temo que lo que allí llaman bachaqueo, algo que se inserta en apreciaciones como la que acabo de exponerles respecto de las obligaciones de un gobernante en ejercicio, sea práctica irrenunciable de una sociedad habituada a un chalaneo en el que cada cual campe por sus respetos; el gobierno también, pero también y sin duda la oposición a ese gobierno.

Si un cuarto de kilo de azúcar tiene el precio oficial de doce bolívares y el bachaqueo habitual, el acaparamiento realizado a partir de las existencias logradas en los almacenes del Estado, lo eleva a los doscientos cincuenta, mala solución va a obtener quien pretenda acabar con la bicoca que originan unos pocos hasta ir sumando a ella un sinfín de intermediarios.

Viene todo esto a cuento de lo escrito aquí el pasado jueves pues daría la impresión de que los nuevos partidos, esos que dimos en llamar emergentes, hayan ganado superficie y empiecen ya a navegar en la mar bella y placida propia de la vieja casta comenzando ya a olvidar, porque lo están ya reduciendo casi todo a gestos, que la catarsis provocada por la política de austeridad ha sido de tal magnitud que todos hemos percibido la necesidad de variar el rumbo y adaptarlo, como Camoês aseguraba que sucedería cada vez que los tiempos deviniesen en otros distintos de los suyos anteriores.

Ojalá sea así y ojalá sean todos los partidos los que ayuden al cambio de rumbo necesario porque así serán menos las susceptibilidades y los intereses que se hieran. Más plural e integrador el resultado, mejores los tiempos que se nos vayan apareciendo por la proa.

¿Y mientras tanto? Pues mientras tanto paciencia y barajar. Es mucho lo hasta aquí obtenido como para empezar a rechazar barajas por mucho que sepamos que algunas tiene sus cartas marcadas. Otros habrá que, ofreciéndolas nuevas y del trinque, puedan manipularlas de antemano. ¿Qué hacer? Pues eso, tener paciencia y barajar, observar y reflexionar, no perder nunca la calma. No somos Venezuela aunque parecer, en ocasiones, pudiera parecerlo.

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