Opinión

El cuervo parlanchín

Vicente Risco creía, con Regino Von Prúm, abad que fue de la abadía benedictina del mismo nombre y reconocido cronista medieval, al menos hasta el año 915 en que se murió, que Dios no había hecho nada mejor que la vida, y se declaraba también defensor de las cosas muertas; por ejemplo, de la lamprea.

El razonamiento del padre del nacionalismo gallego, a este respecto, era muy simple. Afirmaba que la estimaba después de muerta, porque antes había estado viva. Se ve bien que Don Vicente era categórico en sus afirmaciones y no solía andarse con zarandajas. No queda claro si le gustaba a la bordalesa o guisada, o simplemente si era o no de su agrado. Ahora estamos en tiempo de lamprea. Pero no se preocupen que no les voy hacer un canto al pececito, o lo que sea, pese a ser muy partidario de comerlo todos los años y de jactarme de hacerlo cuanto antes.

Para escribir es necesario acceder a un cierto estado de ánimo que lo facilite. Cuando se trata de evocar el Orense que dibujó Conde Corbal y describió Risco –de aquel me dejarán decir Conde Cordial, porque era ameno y bueno; de éste que era pequeño y miope, beato y temeroso- a veces, recurro a las láminas de aquel y releo los escritos de éste; después, escribo lo que se me ocurre.

Hoy leí un artículo dedicado a la lamprea, empecé a escribir de la forma que ya han leído y continúo ahora por donde iremos viendo; ustedes y yo, ambos a dúo. Veremos qué sale.

La última imagen, el último recuerdo que tengo de él, de Don Vicente, lo sitúa acercándose a la cola que se había establecido, en plena calle del Paseo, delante de la taquilla del extinto Cine Losada. Estrenaban “Drácula” y aquello era un acontecimiento que convocaba las multitudes que entonces Orense podía dar sí, es decir, no muchas; pero suficientes para que aquello implicase un abarrote.

Las últimas de la cola eran dos hermosas mozas capitalinas, con papás socios del Liceo, bien vestidas y peinadas, encantadas de vivir esa etapa en la que todos solemos coincidir con Herr Regino Von Prüm en que Dios no hizo nada mejor que la vida. Déjenme que introduzca un pequeño matiz: una de ellas era la moza orensana que a mí se me antojaba la más guapa. Debía de serlo. Siempre fui considerado persona de buen gusto a este respecto. Lástima que para mi fuese algo mayor.

El caso es que don Vicente se fue acercando, acercando hasta el final de la fila y cuando tuvo al alcance la hermosura se le acercó por detrás y, entre bromas y veras, aquel vejete temeroso y beatón, pusilánime e hipocondríaco que era, hizo como que le mordía o no le mordía, cual drácula redivivo, aquel cuello del que El Arcipreste de Hita hubiera dicho que era esbelto como el de una garza. Lo de qué talle, que donaire, también lo hubiera dicho.

Como allí se instalaban las terrazas de “El Cortijo” y la de la cafetería del Hotel Miño, y era hora concurrida, es posible que alguien más de mi edad contemplase la escena y la recuerde. O no. Depende de la impresión que le causase. A mí mucha, por las razones que digo.

Don Vicente era un ser poliédrico que yo no voy a descubrir ahora, entre otras cosas, porque está más que descubierto; además, cuando murió, yo tenía dieciocho años, hacia dos o tres que había regresado a casa de mis padres y nunca había hablado con él. Me había limitado siempre a escucharlo, cuando no a verlo de lejos. Alguna vez, si la hipocondría se lo reclamaba, se iba a Allariz para que mi abuelo le confirmase los diagnósticos médicos obtenidos en Orense. Recuerdo verlo entrar en la consulta. Luego tocaba esperar hasta que se me indicase la salida. Inmediatamente.

Lo recordaba con gran admiración desde que, entonces yo era muy niño, mi padre me llevó a visitarlo en su casa de la calle de Santo Domingo. Además de la relación familiar, había la establecida en razón de que mi padre era el dueño del carnet número 617 del Partido Galeguista, firmado el 1 de enero de 1932, que yo todavía conservo. Conserva intacta la firma de Alexandre Bóveda; en cambio, el tiempo borró la de Nogueiras Rumbao. A riesgo de ser impertinente, recordaré la efeméride. Risco estaba sentado, creo recordar, en un sillón de mimbre; mi padre en otro; yo por allí, zascandileando, que es lo que mejor saben hacer los niños.

Los grandes hombres, incluso los pequeñitos y menudos como era Don Vicente, son gente normal que carraspea o tose, que se agita o calma, según las horas lo reclaman y el cuerpo lo procesa. No creo que aquel día Risco hubiese comido lamprea que, a la bordalesa, con pan frito y con arroz, es de digestión difícil y gaseosa, pero incluso pudiera ser el caso porque, de vez en cuando, Don Vicente se escoraba a babor, como pudiera hacerlo el “Galarea”, o a estribor, atendiendo a su criterio, y liberaba un cuesco sin darle mayor importancia ni concederle la menor atención o comentario.

Cuando ya iban varios resolutivos procesos como el que describo, yo asistía atónito a la pasividad de mi progenitor, dueño, al menos en ámbitos familiares, de reconocida solvencia a este respecto. Don Vicente persistía, mientras mi padre para gran sorpresa mía permanecía impasible. Aún se mantuvo así un buen rato hasta que, llegado un momento, respondió con una contundencia inusitada y un breve comentario: “A mí no me achica nadie”. Luego siguieron charlando como si tal cosa. ¡Ah, la vida de los grandes hombres!

Orense entonces era así. Habitaban la ciudad gigantes de cuerpo menudo, gigantes de verbo que fluía como los cachones del Miño, poetas tímidos y silenciosos que liaban cigarrillos como pajas de centeno, pintores excéntricos y grandiosos, escultores medievales, médicos que le ponían gafas verdes al burro de la casa para acostumbrarlo a comer virutas producidas en una serrería sita en la carretera de circunvalación, la que bordeaba y aún bordea la finca de los salesianos, en la que habitaba un cuervo parlanchín que pedía de beber con suma educación: “Paco, agua”, decía. Después echaba a volar. En aquellos días hubo quien dijo que había venido desde Transilvania, es decir, de ultra silvam, de más allá del bosque. Igual era cierto.

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