Opinión

Aquel dulce Ourense

Ignoro a quién o a qué se debió el éxito que tuvieron las chufas en los lejanos años de mi adolescencia, tampoco a quién habrá que agradecerle su importación. Ni siquiera sé quién fue el primer atrevido que se puso a masticarlas, lo que ya fue osadía, en el Ourense de los años cincuenta. 

Los que los recuerden coincidirán conmigo en que aquellos eran años de achicorias y aguas de chocolate y que se podría llegar a comer cualquier cosa; por ejemplo, pan con tocino a todas horas del día, fuesen estas las del amanecer y acompañados de un traguito de aguardiente; fuesen las del medio día y conjugado con ribeiro tinto o fuesen, también, las de la noche que, si se celebrasen en tiempo de castañas podrían ser acompañadas de unas pocas cocidas en leche. ¡Ah, la memoria, la puñetera loca de la casa!

Volvamos a las chufas. Creo recordar que fue Javier Riestra, a quien llamábamos “El Gato” por su constante manía de atusarse las cejas con el dorso de la mano, quien me invitó a ellas por primera vez. Entró en una tienda de ultramarinos que había en la calle del Paseo, cerca del Gobierno Militar en el que en el 36 estuvo detenido mi padre, y al Café Madrid, en el que hubo unos cuantos tiros por aquellas fechas y, más concretamente, casi enfrente de la que fue Sala de Fiestas Auria. Entró allí, pidió un paquetito de ellas y salió masticándolas con una fruición que no comprendo todavía hoy. Al poco rato me vi haciendo yo lo mismo. 

Parece ser que ahora regresa la chufa, el jugo de chufa, llamado horchata, que anuncian en la tele; por otro nombre, la juncia avellanada o la cyperus esculentus, según acabo de comprobar en un manual al uso, que tal es su nombre científico. 

Como la adolescencia es así, siempre lo fue y siempre lo será, al poco tiempo me vi comprando paquetitos de chufas en la tal y desaparecida tienda ultramarinos. Las metía en la boca, las masticaba, no con excesiva fruición, y luego las escupía pues era completamente incapaz de tragar aquella pasta áspera en la que la masticación las había convertido. Pero ya les recordé que la adolescencia también entonces era así.

Menos mal que tenía otros amigos sujetos a distintas devociones. José Luís Sánchez, natural de Ribadavia e hijo de boticario, se pirraba por las milhojas que despachaban en la pastelería del mismo nombre que estaba, en la calle del Progreso, enfrente del Hotel Roma; es decir, un poco más arriba de la gasolinera de Pérez Rumbao y un poco más allá de los electrodomésticos de Aragonés. Yo solía acompañarlo y juro que nunca escupí los hojaldres impregnados de merengue. A Aurelio Gávez, ya lo conté el otro día, le gustaban los caramelos mentolados y aún contaba yo con colegas amigos de los dátiles que adquiríamos en otra tienda de ultramarinos, sita en la esquina opuesta a la Delegación de Hacienda, cercana a la casa de Don Vicente Risco en el entonces número doce de la calle de Santo Domingo. 

¡Ay, aquel Ourense de la pastelería Ramos, en la esquina que hacía y hace el Parque de San Lázaro con la calle del Paseo! El mismo Ourense en el que yo inducía a esos mis compañeros al consumo de cacahuetes, tostados en una maquinita de aquellas del tren que estacionaba en la esquina de la que entonces se llamaba calle del Capitán Eloy, la del cine Xesteira, con la del Paseo que, como ustedes saben, eran dos una con el nombre de Calvo Sotelo y otra con el de José Antonio, aunque nadie las conociese así. 

Tampoco la calle del Progreso era conocida como del Generalísimo, o como del General Franco, no lo recuerdo pese a haber vivido en su número ciento cuarenta y nueve. Desde esa casa bajaba a comprar castañas pilongas en dos tiendas de ultramarinos que estaban una al lado de la otra; una era la de Ramón y otra era la de Gerardo. solía alternar la compra de aquellas castañas deshidratadas y duras como los coios del Miño, pero que roíamos con el mismo e inconsolable fervor que las benditas chufas de las que hablábamos al comienzo.

Entre tiendas de ultramarinos y pastelerías se fue construyendo nuestro imaginario personal y es de temer que no poco del colectivo. También comíamos fruta. Pero sólo recuerdo comprar pequeños racimos de cerezas unidas por el cordelito que rodeaba sus rabos. Las vendían en una pequeña tienda de esas que se instalaban en los portales y en las que a veces también se cogían los puntos de las medias de las señoras. Pero esa es ya otra historia. Igual hablamos de ella recordando a Toñito Patata cantando pasodobles en la Calle del Paseo. Ahora ya nadie los canta, al menos que yo sepa; las fruterías tampoco son ya como las de antaño y las señoras apenas calzan medias sean estas con costura que estilice las pantorrillas o sin ella… de aquellas que se llamaban de nylon y las dotaban de un brillo solar que se diría ebúrneo o a mi me lo pareciese.

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