Opinión

El juicio del enjambre

Esto es una algarabía. Me refiero al momento socio-político que estamos atravesando los ciudadanos y los patriotas de este país. Los ciudadanos, más que ir por un lado, se mantienen quietos; los patriotas, es decir, los así por ellos mismos considerados (en detrimento del resto) van, no se sabe si por el otro, a su aire, que suele ser marcial y alborotado como nunca las milicias suelen ser. El país ciertamente está alborotado. El enjambre humano que lo compone se agita y no se sabe si acabará emprendiendo el vuelo o serenándose.

Escribió Maeterlinck -belga, Premio Nobel en 1911, autor de "La vida de las abejas"- que la prueba indudable de que estas tienen juicio es que a veces lo pierden y entonces el enjambre se equivoca. Leyendo su libro, cuya lectura se recomienda vivamente, uno no deja de pensar en el ser humano, es decir, en nosotros, autoproclamados como seres racionales cuando la Historia nos indica que esta nuestra racionalidad no es más que una mera y hermosa hipótesis de trabajo. Hasta ahora, ninguna autoridad superior la ha confirmado.

De las muchas colmenas, de los muchos enjambres que habitan en esta pequeña nave en la que, como aquí ya se ha repetido muchas veces, navegamos por el cosmos, creyéndonos lo que no somos, podemos extraer multitud de ejemplos de enajenación del juicio, pérdida de memoria y tragedias colectivas vividas como consecuencia de ese error de partida cometido por el enjambre a instancias del líder: la reina, en el caso de las abejas; el líder político carismático que, llegado el momento, apela al sentimiento, al orgullo, a la patria o la bandera y consigue exacerbar, abduciéndolas, las conciencias ciudadanas prometiendo el oro y el moro cuando, al final del viaje al que arrastró al enjambre, lo que suele dejar es una sociedad en ruinas cuando no un país devastado.

Así ha sucedido desde la revolución comunista o desde la otra la locura totalitaria surgida en la Alemania nazi. Veinte millones de muertos dejó Josep Stalin detrás de él y, por si no fuera suficiente, dejó también un conjunto de países que había que haberlos visto cuando, pese a los esfuerzos de sus sucesores por enmendarlo. cayó el muro y empezó a hacerse visible el desastre. ¿Y qué decir que no se sepa de lo sucedido tras el liderazgo hitleriano? 

Hay muchos más casos, desgraciada y lamentablemente. Desde China a Camboya, desde Cuba a Venezuela, siempre hubo un líder carismático, una abeja reina, que arrastró detrás de ella un enjambre poseído por un juicio equivocado. Y siempre, siempre, la llamada estuvo amparada en las palabras grandes que cada momento reclamaba.

Puede que estas palabras se le antojen exageradas a más de un lector paciente. Pero si uno recurre a las hemerotecas podrá comprobar cómo este país, hace ochenta y pico años, también empezó a llenarse de una grandilocuencia sostenida en palabras grandes, agitadoras de conciencias y de sentimientos, más que de reflexiones y de razonamientos.

Quien les escribe fue muy amigo de Alfonso Guerra (posiblemente mucho más amigo de él que él de quien ahora se señala como suyo) y pasó bastantes mañanas hablando con él de literatura, de la que sabe más de lo que reconocen sus enemigos, y mucho menos de política, de la que él sabe bastante más que yo, pues todo hay que decirlo.

Entonces Guerra era el gran debelador de la derecha, no por la fuerza de las armas, está claro, sino por la de las palabras que manejaba como un estilete, o como un florete de esgrima, según necesidades y depende en qué ocasiones. Entonces era la derecha, la surgida del pacto y la negociación, la derecha más democrática, surgida del seno del régimen anterior, culta, prudente y preparada cuyo último representante acaso haya sido Mariano Rajoy de quién, no sé por qué, empiezo a sospechar que hizo mutis por el foro harto, hasta las narices, de la pesada carga heredada de ese Aznar que afirma ahora, que este, este de ahora, es el PP verdadero como si el que presidió Rajoy fuese inventado. Y no, no lo fue. Venía del señor con dos tabletas de chocolate en el abdomen.

Pues bien, ese Alfonso Guerra, el de la boca limpia, llega ahora sumar su voz a la algarabía en la que se nos está convirtiendo todo. De fustigar a aquella derecha civilizada, suma ahora su voz a la grandilocuencia reinante, a la de las voces de esta otra derecha actual y asilvestrada, que habla de alta traición y felonía con una ligereza conceptual que no evidencia, precisamente, unos sólidos estudios de derecho, al menos constitucional.

Confieso que al constatar la evidencia de las líneas anteriores me sumo en la tristeza, unas veces, y en la preocupación, en otras. En la preocupación que supone el hecho de contemplar cómo se están exacerbando sentimientos, cómo agitando las banderas, de manera que el enjambre está empezando a zumbar, está empezando a sonar con ese runrún que ya ha venido resonando en Cataluña no desde hace poco, sino desde ya bastante atrás, al que se le suma ahora este otro que, no lo duden, no hace más que potenciar aquel. En ocasiones, oyendo las expresiones de esa joven derecha tan exaltada y patriota, daría la impresión de que se estuviesen preguntado para que necesitan el diálogo si todo esto puede ser arreglado a ostias. Y Guerra, haciendo el coro… hasta que el enjambre emprenda el vuelo.

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