Opinión

Un melómano de frac

Alfonso Guerra, cuando yo era alguien políticamente correcto y él vicepresidente del Gobierno de España, me preguntó una vez si había estado pensando, si me había inspirado en Rosalía de Castro antes de ponerme a escribir una novela que se titula “Memoria de Noa” y tiene como protagonista a una mujer, hija de un sacerdote católico.
Confieso que me quedé perplejo. Nunca se me había ocurrido relacionar ambas figuras, pese a que tal semejanza sí existiese entre ambas. Incluso, y a mayor abundamiento: muchas gallegas todavía hoy se llaman y se seguirán llamando Rosalía, gracias a nuestra poeta. Como hubo y hay no pocas en aquellos años, bastantes menos en todo caso, que se llamaron y aún se llaman Noa gracias al personaje de mi novela.
Ya digo que eso sucedió cuando yo era alguien políticamente correcto. Bastante antes de convertirme en  el Don Nadie que una ínclita y no sé si ubérrima profesora de Literatura, en fino enroque, me convirtió el otro día con afirmación que hizo pública y por la que seguramente se siente muy complacida. Breogán la bendiga.
A partir de ahí le di vueltas al tema y pude responderle a nuestro vocacional, pero frustrado maestro de escuela nacional, que si yo había podido pensar en alguien, si yo había rescatado a alguien de mi subconsciente, era a una hija del que fue arcipreste del Lérez, casada que estuvo con un afamado y competente periodista del régimen franquista, que con toda naturalidad confesaba oficio y profesión paterna en el Instituto de Pontevedra que dirigió Filgueira Valverde.
Don Leandro, que así se llamaba el presbítero, fue persona querida y admirada, sembró de hijos su parroquia e incluso algunas aledañas, murió en la pobreza y este escribidor de ustedes fue amigo de más de uno (y de una) de sus descendientes. Carmiña, por ejemplo, tenía una bicicleta llena de cintas de colores, cuidaba tortugas y tenía unos bíceps fabulosos que para sí quisiera un orensano boxeador que creo recordar que combatía bajo el hipocorístico de Epi y ligaba mucho con unas marmolistas que había bajando la cuesta de las Burgas a mano izquierda; a una de ellas le llamaban La Gamba debido a que se le aprovechaba todo el cuerpo menos la parte correspondiente a su cabeza. ¡Ah, qué infancia la nuestra!
Se me vino a la mente la figura de esta hija de don Leandro pensando en si yo escribiría la novela que me proporcionó el Premio Nadal –y todas las penurias y miserias derivadas de él, que no fueron pocas- gracias a la figura de un boticario orensano del que me voy a atrever a dar su nombre pese a considerar, advertir y disculparme de antemano por si pudiera estar equivocado.
Esa novela, titulada “Los otros días”, que me dio tantas satisfacciones como disgustos el premio que recibió, trata de un director de orquesta que regresa a su tierra, esta nuestra, después de que el mal de Parkinson lo empujase a la jubilación forzosa. Fueron muchos los familiares de enfermos de esta dolencia terrible los que se la regalaron a sus afectados más próximos no porque su protagonista comenzase diciendo que temblaba, pero no de emoción sino de Parkinson, sino porque la vida en declive que en ella se relata pudiera inducirlos a la esperanza.
La frase me la proporcionó un ilustre médico compostelano, dueño de una magnifica pinacoteca, al que yo tuve que ir a visitar porque ofrecía la donación de sus magníficos cuadros, al parecer a cambio de nada y al final en trueque de una curiosa operación inmobiliaria que nunca se llevaría a cabo. En las memorias que estoy escribiendo posiblemente lo cuente con detalle. Pero no veo porque si se admitirá que lo cuente en un libro no se podrá admitir que algo anticipe en esta página en la que ustedes y yo semanalmente nos encontramos.
Sin embardo el personaje que posiblemente yaciese en el fondo de mi memoria fuese ese boticario que vivió en la calle del Cardenal Quevedo, aquel ultra defensor de Fernando VII, un poco más arriba de donde se encontraba el cine Mary. Era un melómano conspicuo y significado que, vestido de frac, abría las ventanas de la planta baja de su domicilio, encendía el tocadiscos y, debidamente armado de batuta, dirigía los conciertos que surgían del aparato mientras él braceaba, absorto, elevado a alturas posiblemente siderales, alejado de cualquier mundanal ruido que pudiese producirse a sus espaldas.
Confieso que nunca logré verlo en sus melómanos afanes y miren que me esforcé en ello. Por eso omito el nombre, aunque espero que alguien me confirme la veracidad de lo que digo porque siempre admiré tanto como me maravillo la disposición del ánimo de la que debió disponer el muy insigne boticario.
Tanto es así que, cuando escribí una novela, Joam Trillo, a la sazón director de la hoy también extinguida Xoven Orquestra de Galicia, me regaló una batuta que, acompañada de un manual de dirección de orquesta, sirvió para que yo aprendiese a dar el golpe al aire que da comienzo a la armonía y “dirigiese” la interpretación de grandes conciertos brotados de una columna de música mucho más perfecta y requintada que aquella de la que debió disponer nuestro ilustre orensano a quien, revestido de su frac, siempre relacioné con don Pantuflo Zapatilla, padre de Zipi y Zape, aquellos dos gemelos héroes de la revista  “Pulgarcito”. Orense entonces era así. Ojala siga siéndolo actualemente.

Te puede interesar