Opinión

Los padres de ella

Nunca tuve una gran amistad con Curro Ortega, primero, y con su marido Paco Porto, después. La que mantuve con ellos fue una relación de mutuo afecto. Una amistad esporádica y cordial de esas que se manifiestan mucho y se substancian poco, cuando de tarde en tarde me encontraba con ellos por la calle: “Tienes que venir un día a casa, te llamamos”, me decían. Yo asentía y ellos insistían: “Ahora cuando venga el buen tiempo organizamos algo en la finca y así la conoces, ya verás como te gusta”. 

A ella la conocí en la Facultad de Filosofía y Letras, alumno que yo era de los de vocación tardía, y profesora que era ella de Historia del Arte. Acudía yo entonces a examinarme como alumno libre. Sucedía así en los lejanos días de navegación. Más tarde abandoné los barcos y me enrolé en un bajel pirata, hoy desaparecido en combate, que se llamaba Banco Hispano Americano. Fueron días ajetreados. De las ocho a las quince horas, trabajo bancario; de las quince treinta a las diecisiete treinta dos horitas de clase en las monjitas de Marín y de allí zumbando para Compostela para recibirlas yo hasta las diez u once de la noche, ya no lo recuerdo. Curro Ortega, Socorro Ortega, seguía siendo profesora y yo fui entonces también alumno de ella, esporádico, sí, pero alumno suyo, en cada ocasión en la que el llorado Serafín Moralejo delegaba en ella su docencia.

A él a Francisco Porto, a Portito, lo conocí a través de ella. Era bajito y vivaz, ágil de mente y locuaz, de mirada inquisitiva y llena de inteligencia emocional. Confieso que sentí hacia ellos dos, hacia su cordialidad y simpatía, un afecto sincero. Eran espontáneos y vitales, gente alegre hacia la que era fácil sentir aprecio de inmediato.

Cuando ella murió, de forma inesperada, no me enteré hasta que ya había pasado un tiempo. Fue hace unos años, cuando los escritores aún viajábamos con una frecuencia que hoy se antoja inusitada y yo debía de estar lejos. A los pocos meses le siguió el y yo tampoco estaba en Compostela, así que sumé el disgusto de su esposa al suyo, sin dejar de preguntarme por la proximidad de sus muertes y el modo en el que habían sucedido pues, si lo recuerdo bien, los dos amanecieron cadáveres en sus camas.

Ahora Rosario Porto Ortega, la hija de ambos, acaba de ser condenada por el asesinato de Asunta Basterra, nieta de Curro y de Portito; es decir, su hija adoptiva, originaria de China y al parecer una cabeza privilegiada. No recuerdo haber hablado nunca con ella. Tampoco con el que es o fue su marido y padre de la niña asesinada. Recuerdo verlo en “El Correo Gallego” deslizándose como una sombra por entre las mesas de la redacción, la mirada huidiza, el aspecto abatido y triste.

No fui capaz de seguir el proceso que acaba de condenarlos. Cada vez que lo intentaba se me venían a la mente las imágenes de los abuelos de Asunta, sus muertes repentinas, la incineración inmediata de sus dos cadáveres, la imposibilidad de comprobar las causas de sus fallecimientos atribuidos, sin duda que con más que fundamentos suficientes, supongo que a un infarto de algún tipo. Me causaba dolor, tristeza y dolor, el pensar en ellos asociándolos a algo tan turbio y sucio como la muerte de una nieta a la que los dos idolatraban, quizá él todavía un poco más. 

Durante todo ese proceso que acaba de concluir hoy mismo, cuando escribo esto que hoy están leyendo ustedes, no se me fue de la memoria el cuento, la breve narración que Asunta escribió a propósito de su abuelo y que, cuando la leí, me produjo la desasosegante impresión de que la niña estaba echando fuera algo: su convicción, su sospecha o su conocimiento de que a su abuelo lo habían eliminado. Y pensaba en Curro y en su vitalidad, en la inquieta actividad de Paco Porto, en la dedicación que los dos sentían por su nieta y, también, en el afán que los dos tenían por protegerla manifestado en el hecho, según creo recordar haber leído, de haberla convertido en su heredera, algo que después quedó claro que no era cierto. Pero el rumor, que eso fue en lo que se quedó, algo debería querer decir.

Quizá todo esto se me ocurrió a mi, quizá lo leí, ya no lo sé porque no he visto que saliese a colación en las duras jornadas que acaban de finalizar en la condena, por unanimidad de todos los miembros del jurado, de los padres de una niña que fue traída desde China para ser asesinada en Compostela.

No creo que haya sido una muerte gratuita e inmotivada; aunque no sea cierto que fuese la rica heredera de sus dos abuelos difuntos, difuntos de modo tan imprevisto como coincidente, hija de dos padres en situación personal y económica precaria: él en el paro y ella sin la totalidad de recursos que se había imaginado, eso al menos.

Cuando escribo aún no se conoce la sentencia, ni leí los extremos en los que unánimemente se basó el jurado para considerarlos culpables de asesinato. Los psiquiatras dicen que los dos condenados están bien, que son responsables de sus actos, que distinguen el bien del mal. Los abogados defensores dieron toda la impresión de que, más que tratar de demostrar la inocencia de sus dos clientes, lo que intentaron fue dejar en evidencia la incapacidad de unos y de otros para dejar lo suficientemente claro móviles y culpas.

Mientras tanto a mi no se me van de la cabeza los rostros amigos y sonrientes de Curro Ortega y de Paco Porto y no dejo de preguntarme qué será lo que subyace por debajo de una sociedad como la compostelana que cada cierto tiempo nos sorprende con una desaparición sin explicar, una niña asesinada, un músico empujado a irse con sus sones a otra parte, un electricista que aligera los cepillos eclesiásticos durante años sin que nadie note nada, se lleva luego un códice, todo de modo que todos ellos ponen a su ciudad en las portadas de los noticieros y nos meten a todos el corazón en un puño porque no entendemos nada. A ver si es que algo huele a podrido y no es precisamente en Dinamarca.

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