Opinión

Palabras contra palabras

Regreso de París y me pongo a leer periódicos atrasados, convencido como estoy de que la realidad que reflejan no es cosa de un día, tan fugaz y efímera nos la pintan, sino que permanece y se alarga, se prolonga y reproduce, haciéndolo de manera que acaba no solo por decirnos quienes somos sino por conformar nuestro modo de ser y pensar de modo que acaba por ser nuestro y definitorio. Así que, por si se me escapa algo, siempre leo los periódicos que no he podido leer en su día.

Me sucede igual con los diccionarios. Me gusta releerlos, aun a estas alturas de mi vida, cuando las palabras ya me van abandonando y necesito rehacerme, reconstruirme con la recordación de unas y las incorporación de otras. ¿En qué otra cosa, si no, consiste ese cierto afán de mantenerse joven que induce, a la que podremos llamar gente de edad, a la adopción del léxico de los jóvenes?

Como comprenderán no me voy a poner a exclamar ¡guay! A todas horas; tampoco a abrir la boca y decir ¡wou! para expresar admiración como hacen los estólidos esos de la Tele 5 que fungen de jurados en los programas (¡en los shows!) de promoción de talentos y gentes raras. Bien al contrario, abro el diccionario y encuentro palabras que no sé, recuerdo las que sabía y consigo revitalizar el alma, el aliento estremecido que esta es. ¿Qué otra cosa es una palabra, sino exactamente esa, un aliento estremecido? Manténganse jóvenes, lectores amigos, reconstrúyanse con palabras, no con interjecciones que, pese a serlo, resultan tan solo exclamaciones, exhalaciones, gases al fin y al cabo, pura pirotecnia, flatos. ¡Wou, qué cosas digo!

Tornemos ó rego. Les decía que recién llegado de París me puse a leer los periódicos atrasados. En uno de ellos leo un reportaje que me tranquiliza en grado sumo. Los titulares que llamaron mi atención advierten que, el ministerio de Interior, ya saben, el capitaneado por el ministro de cara siempre adusta tan dado a condecorar advocaciones marianas de toda índole, a veces incluso dotándolas de asignación económica, ese ministerio, registra cinco delitos de odio por mes en Galicia. ¡Coño, qué bien!

Sesenta y cuatro delitos de tal índole por año no me parecen demasiados. Los asturianos cometen veintidós y los cántabros nueve pero, como son menos, la cosa queda compensada y nosotros podremos ser considerados como gentes poco odiadoras; condición esta que, viniendo de París, como yo acabo de venir, nos convierte a los gallegos en habitantes de un país que, al menos en este sentido, debe ser o es algo muy parecido a Jauja. Verán por qué lo digo.

Tener una hija que todos los días se desplaza en metro y autobús a través de París para ir y venir de casa al bufete en el que trabaja, del bufete a casa o de un lado a otro, ayuda a que tu lo hagas en su compañía para recorrerlo como nunca lo habías hecho en ocasiones anteriores. Gracias a eso he podido constatar ejemplos de odio, como nunca antes los había contemplado, si es verdad lo que dice el reportaje que genera esta página de hoy en la que ustedes emplean parte de una hora en su lectura, por una parte, y exacta la definición que hace de ellos el reportaje que comento, por otra. ¿Cuáles? Pues a saber: palizas, amenazas, vejaciones o humillaciones, infligidas a alguien por ser negro, musulmán, homosexual, discapacitado, indigente o por tener otra ideología política. Todos ellos son delitos de odio que es de esperar que comprendan también a blancos, chinos, pieles rojas y cualquier otro espécimen de bípedo parlante que se pueda ver afectado por tales prácticas vejatorias.

Pues bien, viaje en un autobús casi vacío. Nos trasladamos al fondo y nos sentamos. En la misma fila de asientos, al otro lado, un negro grande y sonriente está sentado de modo que entre él y su bolsa ocupan dos asientos. El negro sonriente, habla y habla por su móvil. Sube una señora, mayorcita y con una cara de amargada que induce a pensar que los problemas derivados de la falta riego son universales. La señora, con el autobús prácticamente vacío y cantidad de asientos libres, se dirige al negro y le dice que le deje el sitio. El negro telefonista y hablador se levanta, se pasa con su bolsa a la fila de atrás y la señora, toda digna, se sienta en primera línea toda satisfecha por haber levantado al negro que sigue hablando por teléfono comentándole a su interlocutor, entre carcajadas, lo que acaba de pasarle.

Poco a poco el autobús se llena de forma que en una de las plataformas de salida coinciden varias personas que a todas luces son de diversas razas y nacionalidades. Tales condiciones hacen que en el pasillo que conduce a ella se produzca un tapón de viejecitas blancas y malhumoradas que se niegan a avanzar impidiendo que el autobús siga admitiendo nuevos pasajeros hasta que estos comienzan a entrar por los accesos de salida y los negros son empujados a mezclarse con las viejecitas. Entonces una de ellas, indignada, se lía a codazos y empujones con los supuestos extranjeros hasta que consigue apartarlos y dirigirse al fondo del autobús ocupado ahora por gentes que se suponen del lugar.

¡Ah, las viejecitas parisinas viajeras en autobuses urbanos! Pueden ordenarte hablar a base de susurros con tal de indicarte su superioridad moral, repartir codazos a los negros, desplazarlos de sus asientos a otros posteriores y, todo ello, debe ser tan habitual que los demás ya empiezan a tomárselo a broma y lo comentan por teléfono mientras se ríen a mandíbula batiente, todo ello en el corto tiempo empleado en un viaje en autobús.

Decididamente cinco casos por mes no son apenas nada comparados con estos tres casos contemplados en el corto espacio de tiempo de un desplazamiento urbano por París, realizado en su transporte público.

No constituye este comentario, ni mucho menos, una invitación a que cometamos más delitos de los considerados de odio, pero si a tener en cuenta que el odio puede resultar cosa de conmiseración o risa a poco que la superioridad moral esté de parte de otra persona con independencia de su color o circunstancia. A ello ayudará, sin duda, nuestra capacidad de revitalizarnos con palabras que excluyan o que expliquen debidamente cuánto nos empequeñecen conceptos como los que sirven para sostener actitudes racistas o llenas de soberbia, de miedo a lo diferente, de intransigencia e intolerancia. Las palabras nos explican y nos hacen. Para ello solo es necesario que las hagamos nuestras. Leamos.

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