Opinión

La verguenza y el orgullo

Ostentar la nacionalidad española, siendo como yo soy de nación alaricana, puede deparar no pocas sorpresas a lo largo de una vida que, de concluir ahora mismo, ya nadie podría calificar de corta. Cuando salí al mundo, allá a mediados de los años sesenta del siglo pasado, lo hice empleando tanto esfuerzo que pudiera compararse con el aplicado por una primípara en su alumbramiento inaugural, no en otro, claro, pues una vez abierto ya queda el camino bastante despejado. Así me sucedió a mí.
Obtener el pasaporte que me lo permitió ocupó dos meses y medio de mi vida durante los que, día a día, tuve que acudir a las dependencias policiales para que se me administrase -como si fuese un sacramento, no quiero decir que el de la sagrada comunión, porque nunca me dieron una oblea- la expresión de Larra que hizo tanta fortuna: “Vuelva usted mañana”. Tenía que haber ido a embarcar a Tánger y acabé en Gijón subiendo a bordo de otro buque que no tenía nada que ver con el primero. Ni con el segundo. Pero esa es ya otra historia.

Entonces en los puertos sudamericanos, en no pocas oportunidades y bien fuese el ejército, bien la marina o incluso las fuerzas policiales del país al que arribases, acordonaban el costado del barco para protegerlo de las iras de los anticastristas. España profesaba la doctrina Estrada que permitía negociar con Cuba y eso resultaba imperdonable. No nos llegaba con ser descendientes de los conquistadores, conquistadores nosotros mismos, al parecer, sino que aun por encima Franco se olvidaba del bloqueo y mantenía relaciones comerciales e incluso diplomáticas con Cuba. Algo que no sucedía con México, a donde también íbamos, y éramos gachupines cuando no cerdos franquistas. Ser español en aquellos pagos no estaba muy bien visto.

Cuando desembarqué, es decir, cuando cambie de oficio y me enrolé en bajel pirata, o sea, cuando me convertí en bancario, y me enviaron a trabajar a Suiza ser español, entonces, era ser franquista y por lo tanto algo despreciable y oprobioso. Algún día igual les cuento algunas aventuras, vividas en Zurich, que tampoco hoy vienen al caso. Luego Franco se murió.
Llegó la democracia, hicimos lo que dimos en llamar la Transición y tal periodo, hoy bastante denostado, fue estudiado en todas las universidades del mundo con respeto y con admiración. Ostentar entonces la condición de español, pasó a ser si no un orgullo, que también, sí una satisfacción. Por ahí afuera te miraban de otro modo, incluso con respeto.

En tiempos de las dos primeras legislaturas que ocuparon el mandato de Felipe González esa circunstancia se acrecentó de tal forma que cuando ibas al extranjero parecería que flotases en una nube de cordialidad y entusiasmo. Hasta daba gusto. Después empezó la historia de los GAL y, entre esa propia y deleznable historia y la actitud de la oposición incumpliendo esa norma no escrita que lleva a todas las oposiciones democráticas del mundo a secundar la política exterior y la antiterrorista de sus gobiernos respectivos, empezó a poblar de nubes grises el horizonte internacional al que venimos refiriéndonos, antes tan diáfano.

Las masacre de la Estación de Atocha nos devolvió un poco sino de la dignidad, sí del respeto perdido o de la solidaridad debida. El sumarnos a la guerra llevados de la mano de José María Aznar concitó, una vez más, los viejos fantasmas, los mismos que habían sobrevolado nuestra niñez y juventud, por encima de nuestra primera madurez, hasta desaparecer al tiempo que lo hizo aquel general al que Neruda dedicó un poema terrible que transcurría en los infiernos.
El primer mandato de Zapatero, su política social, nos devolvió a las antiguas glorias; de nuevo, la condición de español despertaba simpatías en los foros en los que eras recibido. Créanme que en mi caso no fueron pocos y que sé de lo que hablo. Hasta mis sesenta y tantos años me pasé la vida viajando; primero y bastante como marino; luego un poquito como bancario; desde entonces como escritor de forma que me permitió pisar los cinco continentes y bañarme en los siete mares. Discúlpenme si pudiera sonar presuntuoso.

En el segundo mandato de Zapatero regresó el cachondeo, se fue al carajo el ladrillo que José María había elevado hasta el cielo, José Luís no vio un burro a dos pasos de forma que la burra parió la crisis y desde entonces ya nadie nos ha vuelto a respetar en nada. Si acaso cuando ganamos el Mundial. Tiene narices.
Ahora mismo acabo de ver un corte en un tele noticiero en el que una periodista yanqui le pide a Pablo Iglesias, asombrada, que le explique cómo es posible eso de que, después de haber sido desahuciado y de perder tu casa, todavía tengas que seguir pagando la deuda al banco. No escuché la respuesta. Se ve que la cadena de televisión es gente pudorosa.

La corrupción y lo que es peor la inadecuada respuesta dada a ella, el último escándalo acaecido gracias a desaparición del disco duro que recogía los datos concernientes al caso Bárcenas,  el culebrón familiar que vive Cataluña, los ERE que ERE andaluces, y tantas y tantas otras realidades tan de actualidad, nos dejan de nuevo a los pies de los caballos de la opinión sustentada sobre nosotros y nuestra condición en los países que estamos convencidos que forman parte de nuestro entorno.
Quizá esto sea así porque, durante demasiado tiempo, el hecho de ser español ha consistido más en una cuestión de sentimientos que de convicciones; más de símbolos, ya saben, la roja y gualda en la muñeca, o en el borde del cuello del Lacoste, y más de una parte de españoles que de otra, la vencida y humillada; es decir, algo más propio de patrioteros que de ciudadanos. Ojala aquellos a los que les dejemos ese cesto social así de mal entretejido sepan hacer regresar este país a aquellos años de orgullo ciudadano de forma que, al menos en un par de siglos, no se regrese más el oprobio de estos días.

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