Opinión

LA DIGNIDAD PERDIDA

Los seres humanos, por el mero hecho de serlo, nacemos con la dignidad que nos da nuestra libertad de elegir y nos hace acreedores de protección a nuestros derechos. Además, la dignidad supone hacer frente a las adversidades sin perder los papeles, afrontar la vida teniendo claros los límites para no hacer daño a nuestro prójimo y asumir, aún cuando sea con dolor y miedo, el hecho ineludible de la enfermedad y la muerte.


Se nace con el don innato de la dignidad, pero ésta no es un bien imperecedero; al contrario, la dignidad, como la libertad, son bienes preciados en los que es necesario ejercitarse a diario para que la debilidad, la ira o el miedo no nos sorprendan.


La inmensa mayoría de los mortales tratamos de conservar ambas cosas: la dignidad y la libertad, pero siempre hay quienes optan por perder las dos cosas y este es el caso de aquellos que son capaces de infringir sufrimiento -continuado y deliberado- a un semejante. Pierden su dignidad cuando se convierten en victimarios y, aun cuando no lleguen a entrar en la cárcel, también su libertad. Tarde o temprano los espectros de sus víctimas les impiden ser libres en el sentido más profundo del término. Nadie es más libre que aquel que puede mirar a los demás a los ojos y sabe que su vida ha merecido la pena.


Por eso Bolinaga y muchos otros nunca serán ni dignos ni libres. La dignidad es más que ser atendido en un buen hospital o morir rodeado de los tuyos. La enfermedad no le dignifica ni a él ni a nadie y, desde luego, no será libre aunque esté en su domicilio. En su mochila vital hay tres asesinatos y un terrible secuestro. Nada de qué sentirse orgulloso.


Ni él, ni los que le jalean y que ahora se preparan para pedir la excarcelación de otros trece presos alegando nada menos que criterios de ¡humanidad! La desvergüenza no puede ser mayor.


Mañana lunes se sabrá la decisión final sobre Bolinaga. El juez tiene la última palabra pero el Gobierno ya ha recibido severas críticas de buena parte no todas de las víctimas que le acusan, nada menos, que de traición. El Gobierno debe hacer aquello que la ley le sugiere o le ordena y, además -aunque no lo ordene norma alguna- mantener un permanente contacto con las víctimas, no para que éstas tomen decisiones políticas que no les corresponde, pero sí para tratar de trenzar una pizca de complicidad, indispensable para afrontar los tiempos que vienen sin más convulsiones que las estrictamente necesarias que no van a ser pocas ni pequeñas.

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