Opinión

Zaplana y la cola de León

Eduardo Zaplana ya no será esta legislatura la cara y la voz de su partido en el hemiciclo de la carrera de San Jerónimo. Ha sido él mismo el encargado de decir en voz alta lo que ya era un secreto a voces.


Su estrella -una de las que antaño brillaba con mayor intensidad en el seno del PP- se apagó hace mucho tiempo, incluso puede decirse que empezó a oscurecerse en el mismo momento en que dejó de ser el ’number one’ de su comunidad autónoma para ser ministro del Gobierno de Aznar. Es verdad que su paso por el Ministerio de Trabajo dejó un buen sabor de boca tanto entre los funcionarios como entre los agentes sociales sindicatos y empresarios que públicamente alabaron su gestión, pero calculó mal su aventura madrileña.


Cada vez que decía machaconamente que su viaje a Madrid no tenia billete de vuelta, más se esforzaba en tutelar e intentar dirigir a su sucesor en Valencia y antaño amigo Francisco Camps, que desde el primer momento dejó claro que no gobernaría con ataduras ni hipotecas de ningún tipo. Ahí empezó un desencuentro que rápidamente se convirtió en una guerra fraticida donde Zaplana llevaba el estigma del perdedor. El problema es que la batalla nunca se produjo a campo abierto y desde la distancia era muy difícil, por no decir imposible, coordinar una guerra de guerrillas. De hecho a lo máximo que llegó el ex portavoz parlamentario fue a hacerse fuerte en un pequeño reducto alicantino.


Personalmente odio esa costumbre tan arraigada en nuestro país de hacer leña del arbol caído y esa despiadada acción de los partidos políticos de levantar acta de defunción no solo política sino también personal, en cuanto el cargo deja de serlo. No creo que sea el momento de los reproches aunque Eduardo Zaplana, como cualquier persona que ha dedicado su vida a la ’cosa publica’, tiene sus luces y sus sombras -y en eso quien este libre de culpa que tire la primera piedra-.


Su gran error fué creer que era mejor ser cola de León que cabeza de ratón, tal vez pensando que algún día podría convertirse en el rey de la selva. Lo que no quiso o no supo calcular es que cuando se está en la cresta de la ola es fácil oír y dejarse llevar por los cantos de sirena de la adulación pero cuando la cosa empieza a decaer, ni siquiera los más sumisos están dispuestos a hundirse con el barco. Si a estas alturas uno no sabe distinguir la delgada linea que a veces separa la sumisión de la lealtad , su grado de miopía le pude llevar a la ceguera absoluta. El diputado raso Eduardo Zaplana -según se ha definido a sí mismo- debe aplicarse su propia medicina, retirarse a los cuarteles de invierno y hacer honor a su nuevo cargo y condición por mucha saliva que le toque tragar.

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