Opinión

La inteligencia del aquel paisano ourensano que había olvidado la cédula

El salvaconducto o cédula
photo_camera El salvaconducto o cédula
Era obligatorio en aquella época circular con el salvoconducto encima, el antecedente del actual carné de identidad

Una de las cosas de las que más orgulloso estaba mi padre, ferroviario, maquinista de la Renfe, era de un sucedido al suyo, mi abuelo, un campesino de Vilamartín de Valdeorras en la provincia de Ourense. Mi abuelo, Luis Ramos, era al mismo tiempo, como los hombres de antes, persona diestra de más de un oficio. Carpintero y labrador, cultivaba aquel excelente vino de una de las mejores zonas con denominación de origen de Galicia. Además, comerciaba con ganado y era muy diestro en curar las enfermedades y heridas del ganado, pues poseía los conocimientos heredados de sus mayores y refrendados por la experiencia de siglos de práctica de generación de generación en la Galicia profunda.

Tenía mi abuelo unas manos grandes, encallecidas, con profundos surcos como los que labraba a diario, manos forjadas por el arado y la viña, refinadas en el banco de carpintero, pero suaves para la caricia a sus numerosos nietos. Recuerdo que me gustaba ver sus manos cuando me contaba historias de la guerra de África, donde había servido como soldado valiente y se emocionaba al recordar a los compañeros y amigos que allí quedaron para siempre, pero que seguían vivos en la memoria de sus compañeros. Tanto es así que me pidió que si alguna vez iba a Melilla visitara en su nombre el cementerio donde yacen miles de soldados de aquellas desastrosas campañas africanas. Y lo hice.

Las manos de mi abuelo parecían como la misma tierra que mimaba y sus callos eran como unos promontorios rotundos y hermosos de quien se ha dedicado al trabajo honrado cada día, todos los días, de sol a sol, pues tal era en aquel tiempo la jornada de los campesinos allá donde estuvieren. Precisamente, el episodio del que tan orgulloso estaba mi padre y que yo trasmito a mis hijos y nietos se desarrolló al final de nuestra Guerra Civil y tiene que ver con lo que anteriormente relato.

Era obligatorio en aquel tiempo llevar consigo cada ciudadano una cédula de identificación, o sea, el antecedente del actual carné de identidad o, en su caso, un “salvaconducto” para circular por determinadas zonas. Venía mi abuelo de una feria de vender un ternero (por cierto, que entonces los labradores y ganaderos transitaban a pie por corredoiras, veredas y caminos con su ganado, sin importar la distancia, el tiempo, incluso, los días de viaje, acampando si fuera preciso al raso), digo que venía de vuelta mi abuelo, cuando lo paró una pareja de la Guardia Civil que patrullaba por la zona.

Los agentes le dieron el alto y requirieron a mi abuelo que se identificara; es decir, que les mostrara la famosa cédula que en aquel momento no llevaba encima. Pero como mi abuelo era un hombre inteligente y de rápidos reflejos, sin decir palabra les mostró sus manos. Los guardias entendieron. No era preciso más: aquellas eran las manos de un trabajador, de un hombre de bien. ¡Qué cédula mejor! “¡Siga usted, buen hombre! Y buenas tardes”. Aquella anécdota forma parte del mejor patrimonio que me legaron mi abuelo y mi padre y ha sido siempre un ejemplo, una guía para conducirme en la vida.

Durante el servicio militar tuve ocasión de conocer y tratar a muchos soldados que procedían de la Galicia más profunda. Hombres rudos, de enorme nobleza. Recuerdo con gran cariño todavía sus nombres y la enorme calidad humana de aquellos chicos que salían de sus pueblos de las montañas de Lugo u Ourense por primera vez en sus vidas. Los de la ribera del Mar tienen otro carácter, marcado por sus horizontes abiertos, excelentes también, pero yo conviví más con chicos que bajaban por primera vez en su vida desde los valles profundos y los pueblos ignorados. Si alguna vez en mi vida me viera en alguna situación apurada, una catástrofe, una guerra, algo extremo, quisiera estar acompañado por aquellos muchachos. Leales, obedientes, serviciales, generosos y con su propia cultura, la del campo y la montaña, que tantas cosas nos enseñaron a los de ciudad.

Te puede interesar