Opinión

Las campanas, a veces tocaban a somatén

Foto 1924.  Archivo BDGA.  Grupo de somatenistas de Verín.
photo_camera Foto 1924. Archivo BDGA. Grupo de somatenistas de Verín.

Alo largo de la historia, con cierta regularidad, los pueblos se movilizaron al toque de las campanas. El sonido no sólo marcaba la jornada diaria laboral o llamaba a cumplir con los preceptos religiosos, sino que también, en ocasiones, daba la voz de alarma ante cualquier suceso que alterase o perturbase la normalidad de la vecindad. A veces, tocaban “a rebato o somatén”. Y, de inmediato, los aldeanos de varias leguas a la redonda, acudían a su llamada. Esta señal de socorro hundía sus raíces en la Edad Media, en una sociedad rural que no entendía la vida sin la presencia de la iglesia. 

El nombre de somatén parece derivar del catalán. Para unos, procede de los términos som atents – estamos atentos-; otros, se inclinan por so emetent -emitiendo sonido-. Provenga de una u otra expresión, lo que evocan no supone una contradicción. Ambas llamaban, inexorablemente, a la convocatoria de los pueblos para reponer el orden perdido. Esa función primigenia de los somatenes perdura en el tiempo, se institucionaliza y se eterniza. Lógicamente, va tomando diferentes formas dependiendo de la coyuntura política de cada época. Los Reyes Católicos, mismo, pretendieron anularlos a través de la Santa Hermandad, y, los Borbones, los suprimieron. El rearme en la guerra de la independencia, sin embargo, los hace renacer. Ya, en la Restauración, se convierten en un cuerpo auxiliar de la recién nacida Guardia Civil. Pero, realmente, cuando alcanzan el máximo prestigio es con la llegada de Primo de Rivera. El presidente del Directorio es tanto el propulsor de semejante tradición secular, como el jefe del cuerpo de Somatenes de España. Y, Antero Rubín, militar laureado, viejo conocido en Ourense, por casarse por poderes, en la intimidad, en la iglesia de Santa Eufemia con la hija de Eduardo Ulloa, se convertía en el primer presidente del Somatén de la Octava Región.  

A escasos meses de la instauración de la dictadura de 1923, el Directorio militar se apresura a designar para dirigir el Somatén, en la ciudad de las Burgas, a Narciso Rivas Martínez, a Celso Fernández, y a Antonio Saco Arce. Lo cierto es que pronto comenzaron a aflorar por distintos distritos de nuestra provincia. El propio Boletín Oficial del Cuerpo de Somatenes contabilizaba, tan sólo seis meses después de publicarse el Real Decreto que restauraba esta figura institucional, 1389 carnets de somatenistas ourensanos. Es una obviedad, pues, que muchos jóvenes, mayores de 23 años, se alistaban en aquella especie de milicia popular porque sabían que, no sólo tenían patente de corso al tener aquel cuerpo un carácter parapolicial, sino que, además, era un buen trampolín para dar el salto a la política desde dentro del régimen.

Eso sí, la institución cuidaba, muy bien, la escenificación en cada acto. Más aún, con motivo de la celebración de la entrega de la bandera. El primer distrito que lo teatralizó aquí, en la provincia, fue el Somatén de Verín. La liturgia ceremonial, perfectamente diseñada, estaba llena de emotividad y generaba gran expectación. El protocolo establecía la posición que tenían que ocupar tanto las autoridades religiosas como las civiles o las militares. Por lo regular, el Somatén del municipio correspondiente, se disponía en formación. Luego, se colocaban las autoridades de la villa, el clero y las comisiones de Unión Patriótica del partido judicial. Por último, se recibía al obispo, al Gobernador Civil, y a un oficial del Somatén de la octava región que eran, ciertamente, los que presidían aquel festejo solemne en la que participaba toda la comunidad. Requería, por lo tanto, de espacios emblemáticos, y de suntuosos gestos. La entrega y bendición de la bandera al Somatén de Verín, por ejemplo, se hizo en la Plaza de García Barbón. Allí, previamente a la celebración de la misa de campaña, el cabo de partido, acompañado de un escolta, recibía la bandera, que llevaba la madrina, mientras sonaba la Marcha Real. Terminado el Santo Oficio, el abanderado, se acercaba al obispo para que procediese a la bendición de la enseña. Desde ese instante el estandarte adquiría carácter sagrado. E incluso, los discursos creaban un ambiente de magia que agrandaba la historia legendaria de la institución. 

El paradigma a imitar, era la  zona del Brunch -actual Bruc-. En esta localidad catalana, el Somatén había liberado, en el siglo XIX, al pueblo de la opresión napoleónica. Aquella gesta lo convertía en el referente de los cuerpos civiles armados. 

Por descontado; la ceremonia era religiosa y patriótica. Unía, a la vez, la cruz y la espada, con la única misión de hacer realidad el lema de “Paz, paz y siempre paz”. Con todo, veladamente, se estaba izando, también, la bandera política contra las maléficas teorías socialistas que estaban fraguando tanto en España como en Europa. Los Boletines Oficiales del Cuerpo de Somatenes alertaban, con asiduidad, de cómo delegados del movimiento “Sin Dios” en Alemania o de la Unión de Trabajadores en Francia anhelaban llevar a la práctica las ideas incendiarias antirreligiosas del manifiesto Lunacharski. Este soviético, al que la muerte lo sorprendió, en 1933, cuando iba a ser embajador en España, había ordenado disparar ráfagas de ametralladora contra el cielo de Moscú para fusilar a Dios, por considerarle el culpable de todos los males acecidos durante la Revolución. El terreno, pues, se había abonado de tal manera que, cuando los dos frentes opuestos y fanatizados, se quitaron la máscara, ebrios de odio, llevaron al país a un mar de sangre, de fango y de dolor. Las campanas, a menudo, ya no tocaban a somatén, sino a muerte.

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