Opinión

Auschwitz

Auschwitz, ¡cuántos significados contiene una sola palabra!: dolor, terror, angustia, desesperación, tortura, maldad, genocidio, crueldad, impunidad, enfermedad, hambre, frío, muerte… Cuando se llega a Auschwitz, símbolo del Holocausto más cruel y sanguinario que se ha cometido en la historia, es tal la impresión que solo los silencios sirven para expresar lo que las gargantas son incapaces de articular. Al visitarlo se comprende al papa Francisco en su íntimo recogimiento, no cabe otro gesto. El horror está presente en cada rincón de este lugar de exterminio, incluso el aire está impregnado de los lamentos de las víctimas de la barbarie del nazismo.

Este complejo es la máxima expresión de la maldad colectiva que anula los sentimientos y criminaliza a toda una sociedad, que al amparo de la ley (no lo olvidemos) comete las mayores atrocidades que se puedan imaginar. Los verdugos hacían su trabajo con saña, gozando del dolor de sus víctimas; disfrutando y jactándose de su maldad. La bestia que el hombre lleva dentro, alimentada por una ideología destructiva, un estado criminal, unos intereses económicos y un feroz antisemitismo alimentado por años de persecución; se muestra con toda la perversidad imaginable.

Cuando uno abandona Auschwitz lo primero que se pregunta es cuáles fueron los dispositivos ocultos mediante los cuales todos los elementos tradicionales del mundo político y sobre todo espiritual se disolvieron en un conglomerado donde todo perdió su valor específico volviéndose irreconocible para la comprensión humana. ¿Por qué las masas se sintieron atraídas por un sistema totalitario que conculcaba los más elementales derechos humanos? Quizás todo empezó con una propaganda a veces burda, otras hábilmente construida pero siempre repetida hasta que impregnó el pensamiento colectivo; esa propaganda fue acompañada del miedo al otro, al enemigo desconocido al que poco a poco se va identificando con aquellos que se pretende destruir.
 En la Alemania nazi primero fueron los judíos, luego los gitanos, después los polacos, los rusos, los homosexuales, los testigos de Jehová y un largo e interminable etc. Hitler hablaba de las “clases moribundas” que deberían ser eliminadas sin grandes aspavientos. La ficción más eficaz de la propaganda nazi fue la idea de la conspiración mundial judía, unida a la humillación alemana en el tratado de Versalles, a un paro creciente, al miedo al comunismo soviético y al desorden social, todo ello agitado en el cóctel de una Europa inestable y empobrecida, lo que generó la sumisión de las masas a un partido totalitario dirigido por un paranoico. 

Pero fue la colaboración activa o pasiva de gran parte de Europa la que fortaleció al nazismo e hizo posible el más grande crimen contra la humanidad. Incluso la Iglesia Católica representada por Pío XII que nunca condenó los crímenes nazis, o el nuncio papal, el arzobispo Cesare Orsenigo, por no hablar de la funesta pastoral del arzobispo Conrad Grober, publicada en 1941 culpando a los judíos de la muerte de Jesús. Pero lo más sorprendente fue la apuesta por el nazismo de las principales empresas alemanas: AEG, Siemens, Daimler Benz, BMW, Krupp, IG-Farben que fabricaba en sus instalaciones de Degesch el gas venenoso Zyklon-B que se utilizaba en los campos de exterminio; o las americanas GM, Ford, ITT… y muchas más que hicieron grandes beneficios sin importarles las víctimas ni la guerra. A todo ello hay que unir la debilidad de las potencias democráticas, principalmente Inglaterra y Francia, que permitieron el triunfo de los sublevados contra la República Española, que dejaron que Alemania se anexionara Austria y Chequia y no intervinieron hasta la invasión de Polonia. 

Ante cualquier manifestación totalitaria hay que ser contundente, Europa no puede olvidar que en su territorio se cometió el mayor crimen contra la humanidad y que el verdugo no ha muerto, está dormido en el corazón de los que odian y rechazan a sus semejantes. (Hoy se sigue exterminando a millares de personas y nosotros callamos.)

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