Opinión

Clase política

Odiados, vilipendiados, despreciados por una gran mayoría de los ciudadanos, los políticos españoles son objeto de las más encendidas críticas por su pasividad en la resolución de los problemas que azotan a nuestro país. La corrupción, los recortes que han devaluado la calidad de servicios básicos, el paro, la falta de oportunidades de la juventud, el desencanto de los sectores más dinámicos de la sociedad, la crisis catalana, la utilización partidista del estado de derecho, la ineptitud del Gobierno, el incremento de la diferencia entre ricos y pobres, la manipulación informativa, el descrédito de las organizaciones sindicales, el poder de la banca, la indefensión ante los grandes monopolios… y un largo etcétera ahondan el divorcio entre el pueblo y sus teóricos representantes. Ese malestar hace surgir la bestia del fascismo que estaba anhelando el deterioro del sistema democrático para reaparecer de forma violenta y organizada. La instrumentalización de los sentimientos más primarios, el miedo, la violencia, la insuficiencia de valores, la mentira, la carencia de ética consecuencia de un sistema capitalista agresivo y depredador… son factores que ayudan a desestabilizar los equilibrios de una sociedad que aún no tiene consolidada una cultura democrática estructuralmente estable. 

La imagen distorsionada de la vida política dificulta la dedicación de miles de hombres y mujeres que se entregan con absoluta honestidad al ejercicio de la política. Conozco a docenas de cargos públicos de todo el espectro ideológico que representan con probada dignidad a sus electores y que sufren las consecuencias de la crítica generalizada que no hace excepciones de su rechazo al sistema.

El que fue secretario general para Irlanda y posteriormente para la India, John Morley (1838- 1923), en gobiernos de Gran Bretaña, dijo una frase que suscribo en su literalidad: “Los que estudian separadamente la política y la moral no llegarán a comprender nunca la una ni la otra”. El dinero y el poder son excepcionalmente atractivos, mientras que la moral o la ética no producen la misma atracción, sobre todo teniendo en cuenta la condición humana y las directrices del BPI, más conocido por su sede: la Torre de Basilea. 

 El poder financiero sabe cual es precio que tiene que pagar el sistema capitalista para granjear la lealtad de miles de servidores que garantizan el “establishment”. Aunque a veces haya que eliminar algún peón que se ofrece como víctima para tranquilizar a la plebe, pero siempre amparando los intereses económicos del sacrificado. Muchas de esas ofrendas no aceptan su papel de chivo expiatorio y se rebelan contra su destino, tal es el caso de Rodrigo Rato, el advenedizo burócrata de alto nivel que se creyó que tenía inmunidad por los servicios prestados al sistema. Su reciente comparecencia en el Congreso nos recordó la rabia de un animal acorralado que trata de morder a su amo. Creo que con su aptitud Rato ha sellado su condena.

Para consolidar y profundizar el sistema democrático deben de explicarse los supuestos “privilegios” de los representantes del pueblo, que en ningún caso pueden suponer la compra de la voluntad popular. El espíritu de los demócratas que se enfrentaron contra la dictadura poniendo en peligro sus vidas y haciendas, sin otro objetivo que alcanzar las libertades, ha de ser recuperado para dignificar las instituciones gravemente dañadas por la corrupción y la ineficacia. Solamente el pueblo con su voto puede regenerar la vida política y exigir un comportamiento ético en quienes delega su soberanía, en sus manos está la solución.

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