Opinión

Los durmientes de Éfeso

Entre los recuerdos difusos del anciano milenario figura el asombro que había sentido cuando leyó la obra del insigne matemático Jules H Poincaré, autor de “Últimos pensamientos”, obra publicada por Espasa Calpe en su colección Austral. En la página 21, el autor cita la leyenda de los durmientes de Éfeso, los siete santos que quedaron dormidos encerrados en una cueva por orden del emperador romano Decio (249- 251 d.C.). Volvieron de su sueño al cabo de siglo y medio, en tiempos de Teodosio II y nunca fueron conscientes de la duración de su letargo. 

En una ucronía personal, el anciano recrea su participación, en el año 1957, en un hipotético encierro en “La cueva del ladrón”, ubicada en la Chaira, montes de la aldea de Limeres (Pontevedra), en un sueño que duró hasta 2019. ¿Cuánto tiempo real había trascurrido?, ¿Sólo 62 años? Cuando se encerró en la cueva, los campesinos labraban el campo utilizando el arado romano, usaban un carro tirado por tracción animal para llevar estiércol y abonar las fincas o portaban leña con la que alimentar sus “lareiras” donde preparaban la comida; cuidaban su ganado como en el neolítico, asaban el pan en hornos sellados con el excremento de las vacas, hacían un ritual con la matanza del cerdo como sus antepasados de la Edad de Piedra. La atracción sexual era un canto a la naturaleza, la procreación significaba la continuidad de la sangre y el derecho a la propiedad… Hoy, los humanos se comunican por internet, viajan al espacio, controlan la energía nuclear, se trasladan a velocidades inimaginables, curan enfermedades mortales, hablan en múltiples idiomas, tienen armas de destrucción masiva, manipulan el feto en el vientre materno, destruyen la naturaleza y la mujer iguala al hombre en derechos aunque sigue siendo víctima de la violencia machista. Sin duda han transcurridos miles de años, de ahí que el viejo haya alcanzado una existencia milenaria. 

Poincaré había defendido la creación de una moral científica, tal como ahora en que las religiones han perdido autoridad sobre los investigadores y hombres de ciencia. Sin embargo, no había valorado suficientemente que el control de esa moral científica podía establecer sobre la humanidad la posibilidad de imponer un pensamiento único. La globalización ha destruido múltiples culturas que enriquecían las fuentes del saber. Se ha impuesto la ley del mercado que controla los sentimientos, manipula las pasiones, destruye la creatividad y anula el pensamiento crítico, llegando a comercializar la pornografía en sustitución del erotismo. Todo ello con la anuencia de la nueva moral impuesta en que todo se compra. 

La dependencia de las sociedades modernas de los avances científicos da cobijo a la fragilidad de los ciudadanos anónimos, al mismo tiempo que clasifica a los individuos en función de su rendimiento. Sus principios licenciosos reinarán de forma absoluta, nadie podrá murmurar contra ellos, como ya nadie lo hace contra la ley de la gravedad o los axiomas de la relatividad. La ruptura de las leyes darwinianas y la degradación de los sistemas democráticos dan un poder inmenso a los subterráneos de la corrupción y del totalitarismo. La conclusión es que no debe de haber una moral científica regida por los mercados, como tampoco debe de haber una ciencia inmoral. Solo cabe preguntarse: ¿es aceptable moralmente el comportamiento de las grandes empresas farmacéuticas en el afán de monopolizar la salud?, ¿es admisible moralmente la industria y el comercio de la guerra?, ¿lo es el trabajo infantil?, ¿puede tolerarse la explotación del hombre por el hombre?, ¿despertarán algún día los pueblos de su alienante letargo amoral? 

La ciencia no puede crear por si sola una moral, necesita de la ética y de la solidaridad que hacen de ella un instrumento al servicio de la humanidad. La ciencia está prestando una gran ayuda con las vacunas, pero es hoy por hoy inmoral la exclusión de las mismas de gran parte de los seres humanos dolientes. ¡Despertemos!

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