Opinión

La pérfida Albión

En un día de feria cualquiera vemos a los feriantes ofreciendo sus productos con ardorosos gestos y grandes gritos tratando de llamar la atención del público que ojea la mercancía en busca de las gangas que satisfagan sus gustos y necesidades. El Viejo Milenario observaba la pugna entre los distintos puestos tratando de ganar la atención de presuntos clientes. Cansado de pasear, el anciano se sentó en la terraza del bar más próximo y, desdoblando un folio que sacó de su bolsillo, se enfrascó en su lectura evadiéndose de la algarabía que le rodeaba. El pliego era un viejo artículo redactado en su juventud que trataba de explicar el papel de una nación que siempre desarrolló una política de ambigüedad basada en la ambición y el oportunismo: Inglaterra, la pérfida Albión para sus detractores.

En el año 1196, un joven revolucionario, William Fitz Osbert, enardeció a los habitantes del viejo Londres aconsejándoles que no pagasen los elevados impuestos que empobrecían a la población hostigada por el hambre y la enfermedad, mientras que los nobles gozaban de los privilegios de su status. El joven Osbert fue detenido y arrastrado desnudo hasta el árbol de Tyburn (pequeña aldea próxima a Londres) para ser ahorcado, siendo la primera víctima ajusticiada en el siniestro árbol. En el siglo XVI, durante el reinado de Isabel I, fueron cientos los londinenses ejecutados en el ya centenario gigante; la pena que los condenaba a la horca era la de profesar lealtad al papa. Los católicos fueron perseguidos y casi exterminados en el territorio controlado por la reina virgen, que superó en crueldad a su difunta hermanastra María Tudor, que había hostigado con la misma saña a los protestantes durante su reinado. Era tal el odio que se profesaban una y otra religiones (aunque cristianos eran ambos) que los espectadores pagaban entrada para asistir a las ejecuciones y disfrutaban vejando con insultos al reo arrojándole toda clase de objetos.

Las persecuciones religiosas duraron siglos en un país que en su expansión colonizadora se caracterizó por el genocidio sistemático de las poblaciones indígenas en los territorios que controló militarmente. Pocos son los descendientes de los indios de Canadá, de EEUU o de los aborígenes australianos, destacando el exterminio de los nativos de Tasmania que fueron literalmente cazados por los colonos ingleses. En la península del Indostán y países limítrofes (el Raj británico) no pudieron exterminarlos porque el número de habitantes era muy superior a los de la metrópoli. Sin embargo, a pesar de su dominio, tuvieron que sofocar la sublevación de los cipayos a los que se unió la princesa Rani Laskhmabai. Es de destacar que en ninguna colonia los ingleses se mezclaron con los nativos, por eso son pocos los mestizajes en comparación con los españoles, que no tuvieron perjuicios en emparejarse con los aborígenes de sus virreinatos.

La democracia anglosajona, considerada como la más representativa de Occidente, no deja de ser una teocracia donde la jefa del Estado es la máxima representante de la Iglesia anglicana; el poder político está hermanado con el poder religioso. Nada que envidiar al país de los ayatolas.

A pesar de todo, la historia del Reino Unido es aceptada y defendida por sus ciudadanos que se muestran orgullosos de su país. Todo lo contrario de las élites españolas que confunden la modernidad con el rechazo de lo propio. La izquierda objeta la simbología de España y deja a la derecha la identidad del país como patrimonio de unos pocos. Olvidándose de los valores que aportaron escritores, pintores, filósofos… de los ideales de la II República y del sacrificio de centenares de miles de españoles que murieron por alcanzar los derechos y libertades de una democracia moderna. Algunos llegan a minimizar el gran tesoro que significa el idioma que compartimos con quinientos millones de personas.

Con orgullo podemos afirmar que la venalidad de nuestra Patria nunca alcanzó a la de Inglaterra.

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